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De escritura à écriture
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28 avril 2022

Hola, bonjour, Escribí esta novela con una idea

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Hola, bonjour,

Escribí esta novela con una idea precisa. Mi tita María nos habló de su casa donde nació y paso años de su enfancia. Decidimos ir hasta su pueblo para encontrar esa casa. Cuando llegamos alli, no reconocia nada, habian pasado muchos años desde ese tiempo. Pero conseguimos encontrar su calle y ya se ubicó. Pero al llegar donde quedaba su casa, solo quedaba un espacio de parking. Me impactó eso, que lo que quedaba de esa casa familiar fuera eso... un parking. Allí, viendo la cara de confusión de mi tita, nació la idea de este libro. Espero que lo disfruteis como lo he hecho al escribirlo. Bonne lecture!

 

Secreto a voces                                       

 

1.

 

Un solar. Un parking, tal vez un espacio con suelo de cemento armado sin o con objetivos mercantiles. O, simplemente, un lugar desalojado de su antiguo razón de ser. Baches, polvo de un levante tibio y levemente revuelto, la primavera acecha la explanada desolada y estrecha. He llegado por fin, estoy aquí donde quería estar. Uno de los muros laterales tiene huellas de lo que fuera esa casa. Colores descoloridos, empapelados marchitados, manchas de humedad, blanco sucio de cal deshecha, todos testigos de habitaciones donde se ha vivido antes. La pared que es ahora muro acoge mi espalda quebrada. Mi mirada se desliza con amargura por el lugar desierto. Quiero saber, encontrar respuestas. Mis preguntas van con el filo agudo de una muleta mortal. La estocada será para ese pasado que me ha encontrado sin yo buscarlo. Tanto tiempo inmóvil en este atardecer de un final de invierno que desconozco por completo puede parecer raro. ¿Lo necesitaba? Vengo del norte donde el tiempo en este final de mes de febrero es frío, nubloso, lluvioso y a veces con borrascas. Me he criado allí por una tierra verde y marrón casi negro con el cielo marchito de nubes blancas o grises. Un olor de tierra sana y fuerte en un pueblo que no es tan pequeño. Se va ampliando a medida que van pasando las décadas y las generaciones. Miro hacia el cielo, el cielo se ha abierto y un sol fuerte y ligeramente rojizo engalana todo dejando ver un cielo azul brillante que me parece una incógnita, ¿la que desata lo no conocido? El claro vacío de esta zona de aparcamiento o de lo que sea me devuelve al presente y a la pregunta que vuela en mi interior, ¿por qué? Un sonido agudo de llamada telefónica atraviesa la zona despejada. Cinco llamadas, no más. Abro la tapa del pequeño móvil.

 

-        ¿Si?

-        ¿Has llegado?

-        Si

 

Un silencio aleja las bocas cerradas juntas al agujero por donde están unidas sus voces.

 

-        ¿Estas bien?

-        No. Creo que no. No lo entiendo. Aún, no.

 

Otro silencio lleno de preguntas que no me quiere hacer.

 

-        ¿Cuándo vuelves?

-        No lo sé todavía. Tengo que saber lo que ha ocurrido…

 

Siento su aliento agitado por todo lo que no se atreve a decirme.

 

-        Te echo de menos…

-        Yo también. Mucho…

 

El silencio nos une como siempre cuando estamos lejos el uno de la otra.

 

-        Te tengo que dejar…

-        Si. Te llamo mañana.

 

Montse cierra la tapa de su móvil con un chasquido seco. Diego esta lejos de ella, más que nunca lo estuvo. Demasiado lejos. Este viaje suyo le da mala espina. Algo susurra por los aires tramando acontecimientos inciertos y angustiosos para ella, para él y… ¿para quién más?

 

 

 

 

 

 2.

 

He bajado hacia el mar, hasta el agua, la orilla donde mueren las olas. He dejado el oleaje llegar hasta mis tobillos desnudos. Tengo que parecer un loco si alguien mira desde el corto paseo marítimo. Las nubes hacen el día más oscuro como si de un telón gris, húmedo y escurridizo se tratará. No hace mucho frío o eso me parece. El olor. Un olor a marisma salado. Un olor fuerte, duro, dulce. Lleno los pulmones de ese olor. Desconocía el mar, nunca lo había visto. Lo sentí, lo olí, me sentí bien. Soy de tierra adentro. Montes, susurros quebrados entre desfiladeros, sombras gigantescas, verdes praderas y rocosas piedras. Una Ciudad rodeada, agazapada, protegida de todo, incluso del paso del tiempo. La amo, nací allí, soy de allí o, ¿no tanto como lo creo? Debo parecer un loco y quizá lo esté y de remate. La noche esta bajando lentamente y debo volver a la pequeña pensión que he podido encontrar en esta época del año. La mujer que me ha atendido no se ha extrañado al verme ni me ha hecho preguntas. ¿Y, por qué me las haría? Me estoy volviendo paranoico desde que salí de casa. Tengo la sensación rara y confundida de estar viviendo en otro tiempo al margen de mi mismo, como si me viera actuando y no viviendo las cosas. Me siento confuso y determinado a… no lo sé. Suspiro eliminando de mi cuerpo toda la confusión acumulada en él. El día se está oscureciendo con rapidez, debo salir de esta ensoñación cuanto antes y del frío húmedo que me está envolviendo poco a poco como la neblina sobre el campo abierto al amanecer. Recojo mis zapatos y los calcetines. El bajo de mi pantalón vaquero está empapado de agua helada. Empieza a levantarse un viento frío y cortante que me devuelve algo de cordura. Cuando llego al paseo marítimo las luces de las farolas me envuelven en un halo de luz amarillento que no me calienta el cuerpo, pero me devuelven al momento presente. Me sorprende tener hambre. El cuerpo no se corta de las costumbres cotidianas, afortunadamente.

La señora de la pensión me sirve un “enblanco”, es lo que entiendo cuando lo dice. Debo confesar que no entiendo siempre las palabras pronunciadas por mi anfitriona. Su acento andaluz hace que algunas frases se me vuelvan incomprensibles, cuando no, oigo las palabras emitidas como un conjunto de palabras pegadas entre si. En esos momentos disimulo todo lo que puedo bajo una sonrisa o un ademán de mano como si lo captara todo. Y cuando acabo por entender lo que se me ofrece o propone o simplemente me dice, suspiro para mis adentros aliviado. La mujer me mira con una amplia sonrisa y me desmorono por dentro. A ver si la entiendo.

 

-           ¿Qué ta’? Jé… ¿A que queda bueno el pescao?… Ya se lo dije… Mi madre hacia la comia pa’ chuparse los dedos… ¡se lo digo yo! Este ‘nblanco es como lo hacia ella. Usté coma y si quiere má, ya sabe… Solo pedí… ¿Que le parece si le pongo un tocinillo de cielo de postre?  Cuando le hinque el diente se le va’ parti’ el alma… ¡Se lo digo yo! 

 

Digo que si a todo, más me vale. En poco tiempo he comprendido que la última palabra la tendría siempre ella, entonces para que gastar esfuerzos en vano. Entro en mi habitación. Es pequeña pero muy limpia y ordenada. La ventana da sobre una plazoleta cuadrada donde varios bancos solitarios sufren del levante violento que sopla sin piedad en cada rincón del pueblo. Las farolas iluminan con halos amarillentos las sombras escurridizas. Dejo caer la cortina sobre la ventana cerrada. Hay una televisión frente a mi cama, la enciendo. Sería tan fácil dejarme encerrar entre las imágenes continuas de la pequeña pantalla. Fácil e inconsciente. Podría ser un respiro para los pensamientos de mi mente revuelta. Me acuesto sobre la cama. Me quito los zapatos, cruzo los brazos bajo mi pesada cabeza. El tiempo se desliza sin mí. Me sumo lentamente en un sueño intermitente, desvelado por momento. No me quedan fuerzas. No sé por qué cogí el coche en vez del tren o el avión. De Ávila hasta estas costas andaluzas hay un largo camino por recorrer aunque las autovías están muy buenas, de eso no cabe la menor dudas. Estuve 12 horas vacilando en la nada en una mente revuelta, hecho un caos. Ninguna idea coherente conseguía atravesar esa neblina mental en la cual estuve envuelto hora tras hora. Antes del alba, cuando el sol lanzaba ya algunos rayos purpurinos, en un cielo carente de nubes, y después de una noche en blanco, mi espíritu se abrió a un solo pensamiento: irme,  salir de casa cuanto antes e irme. Montse echada a mi lado en la cama me miró a los ojos, hizo una mueca desencantada.

 

-        ¿Cuándo te vas?

-        Después del desayuno.

-        Bien. Entonces… Prepárate… anda… Voy a poner el agua para el café y preparo el desayuno…

 

Mi mano se alza levemente hacia su rostro rozándole las mejillas tan pálidas.

 

-        Gracias…

-        ¡No me las des, Diego!  No estoy de acuerdo contigo… pero… pero puedo asumirlo y… entenderlo, un poco… muy poco… Anda… prepárate…

 

Me da la espalda. Sale del lecho. Alzo la mano para detenerla Y, ¿decirle qué? ¿Usar más palabras después de tanto hablar y explicarle mis dudas en estas últimas horas? Inútil. Si tuviera tiempo me odiaría por hacerla sufrir, porque ahora, sufro más que ella. Tenía que irme. Venir aquí. Y, aquí estoy.

 

 

 

3.

 

El viaje ha transcurrido. Más de 650 Km. y todavía estoy en la duda de haber hecho lo correcto. Tantas horas de viaje cuando los aviones y los trenes facilitan tanto la vida, bueno, en regla general.  La idea no cruzó por mi mente. Lo único que sabía y que sentía era ese impulso que me desgarraba por dentro desde la carta, la dichosa carta. Baje hacia el sur sin apresurarme, haciendo parada de descanso donde y cuando podía con esa misma neblina en mis ideas. No sé todavía como me las he arreglado para no palmar en un recoveco de la autovía. ¿Un ángel de la guarda? ¿O de la Muerte?                                                         Llegando a Málaga tuve que preguntar, aunque todo estaba bien indicado, pero no quería perderme. Las informaciones fueron correctas, pero así y todo me perdí, lo que es lógico. No comprendí bien todo lo que me dijo la persona a la cual pregunté, con el acento de este lugar, no es fácil la compresión. Ya me acostumbraré, supongo, lo principal es llegar y aquí estoy. Estoy delante del despacho de la notaria. Es mediodía, no he madrugado. He dormido 12 horas del tirón, como si mi cuerpo necesitara recuperarse. Me siento cansado lo que dista de ser lo normal, pero ¿algo lo es desde que vine aquí? Una secretaria algo joven me hace pasar a una diminuta sala y me pide que espere.  La puerta se cierra tras su sonrisa amable y servicial. Me quedo solo. Sentado en un sofá mullido dejo mi mirada vagar por la habitación, pero nada tiene suficiente interés para captar mi mirada así que me dejo llevar por mis pensamientos y el recuerdo de la discusión con mi madre antes de venir aquí.

 

-        Quiero que me digas qué es esta carta, madre.

-        Una carta de tu abuelo materno.

-        Pero…¿Mi abuelo materno? ¿Por qué? ¿Por qué, ahora?

 

Su madre no lo mira. Está sentada en la butaca donde suele sentarse, a esta hora del día, para tomar su té. Su cuerpo, escueto, tan frágil, tan fuerte está tenso en modo defensivo.

 

-         Normalmente no hubiera llegado hasta tus manos…

 

Me quedo parado en el paseo que hago, desde que llegué, sobre la alfombra gastada alrededor del comedor, hará de eso algo como tres cuarto de hora.  ¿Qué quiere decir con eso?

 

-        ¿Por qué si está a mi nombre?…

-        Pues porque no.  Si no me hubiese ido estas últimas semanas, y si no te hubiera pedido de regar las plantas, ya que Elvirita no podía venir, esa carta la hubiera recogido yo a mi regreso y la hubiera roto como las otras y sanseacabó.

 

Me quedé atónito.

 

-        ¿Otras cartas? ¿Cuantas? ¿Desde cuando?

-        Que importancia tiene eso ahora. Está muerto… mi padre… el biológico como dicen ahora… ¡Que más da! 

 

Cierra la boca y veo, en su cara, que no me va a decir nada más sobre estas cartas. Dos  cartas. Una, de una notaria y la otra escrita de puño y letra por “mi abuelo”. Una carta corta que no dice mucho, pero demasiado para mí. Veo en las facciones de mi madre que no me dirá nada de este asunto, de esta herencia de la cual no entiendo nada. No me va a contar nada sobre ese pasado donde, al parecer, no tengo nada que pintar. Recojo las cartas que tiré cuando llegué, encima de la mesita que está al lado de su butaca, en un arrebato de furia impotente, las pongo cuidadosamente en sus correspondientes sobres rasgados.

 

-        Voy a ir madre a ver mi herencia. No se cuando, pronto quizás, pero iré…

 

Mi madre hace un leve movimiento con la cabeza, su cabeza erguida con la mirada clavada sobre sus uñas como garras, sus manos cerradas, como agarrotadas. No dice nada., yo, tampoco. Estoy furioso por el engaño, tengo… tengo que irme a toda costa. Ni le doy un beso de despedida. No puedo. La secretaria abre la puerta y me hace señas para que la siga. Me conduce por un pasillo estrecho y largo, luego se para delante de una puerta gruesa de madera oscura. Pega levemente y  abre la puerta para dejarme pasar al despacho. Un hombre grande y algo grueso se levanta, estrecha mi mano tendida presentándose ante mí   y me da la bienvenida señalándome una silla donde sentarme frente a la suya. En pocas palabras me habla del asunto que nos traemos entre manos y contesta sin vacilar a la única pregunta que me preocupa realmente.

 

-        ¿Por qué se echo abajo la casa?

-        Es una cláusula del testamento. Si en dos meses usted no aparecía en la notaria, la casa sería derribada hasta los cimientos y trasformada en una plaza de parking.

-        Pero… ¿Por qué?

-        No se lo puedo decir, porque no lo sé. Su abuelo nunca quiso explicármelo, dio y tomó las medidas pertinentes para que se cumplieran sus deseos sin más  explicaciones.

 

Me siento confuso y desconcertado, incapaz de añadir nada. El notario me da algunos que otros elementos jurídicos referentes al testamento y me alarga un sobre.

 

-        Aquí tiene Usted algunos documentos que son suyos por derecho y una llave de un cofre en el banco de…

 

No escucho nada. Tengo el sobre entre mis manos y no entiendo nada. Es como una pesadilla deshilvanándose a cámara lenta a mi alrededor. Creo que tengo que salir cuanto antes. Me levanto bruscamente dejándole la palabra en la boca. El hombre no se inmuta, pero eso me trae sin cuidado. Necesito aire. Mucho aire, aire y respuestas.

Cuando llego a la puerta de salida me detengo. De repente me acuerdo de algo.

 

-        ¿Y los muebles?

-        Su abuelo dejó instrucciones para que se lo llevara una obra caritativa.

-        ¿Todos?

-        Si. Quería que la casa quedara totalmente vacía de su contenido.

 El hombre titubea un momento detrás de su maciza mesa de roble. Se levanta lentamente de su silla como para darse valor.

 

-        No se que decirle. Su abuelo era un hombre parco de palabras y difícil de entender...

 

No sé qué contestarle a mi vez. Tengo el impulso de gritar “¿Pero, por qué?”. Sé qué, sería una tontería, ¿para qué? Mi madre no quería que quedaran huellas de su pasado con ese hombre, su “padre”. Ni rastro. Parece que éste ha cumplido ese deseo sin quererlo. Y, ¿yo? ¿También soy huellas del pasado para borrar? ¿Huellas para extirpar? Me he apoyado en la barandilla del paseo marítimo. El mar esta descompuesto, gris, malévolo, furioso, agitado y casi amenazador. Me gusta. Me siento como él, al unísono. El horizonte empañado de nubarrones borrascosos y previniendo lluvias tormentosas hace de esta tarde, no acabada, una noche empezada. Comulgo, en cuerpo y alma, con esta naturaleza feroz. ¿Es tiempo de mirar dentro de mi alma?

 

 

 

4.

Nací en 1975. El 21 de noviembre. Mi madre me tuvo bien entrada en edad como se suele decir, o sea, demasiada mayorcita para tener un niño. Fui sin duda un bebe inesperado pero, ¿no deseado? No me lo he planteado nunca por el mero hecho de detestar todas estas cosas de la introspección, las preguntas sin respuestas, los meandros incógnitos de la mente, de la psicología y toda esa parafernalia que todo quisqui usa y abusa en estos tiempos. Primero soy una persona activa. Me gusta andar firme hacia el futuro con proyectos concretos. No tengo tiempo para otra cosa que no sean los cumplimientos de mis propósitos y anhelos. Este siempre fue mi discurso favorito, antepuesto delante de cualquier persona y cualquier acontecimiento. Y aquí estoy. En un paradero desconocido hasta ahora, en una historia donde no tenía nada que pintar por lo visto. ¿Para qué? ¿Algo me faltaba? ¿O, me falta aún?  Un timbre de teléfono como el de antes interrumpe oportunamente mi zozobra.

 

- ¿Qué tal la casa?

 

 Montse. Su voz tan cerca, de pronto inquieta por no oírme contestarle.

 

-        ¿Diego?

-        Si…Hola, mi vida… No hay casa…

-        ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

-        Eso.  La casa la echaron abajo.

-        Pero… ¿Cómo? ¿Por qué?

-        ¡Esa es la pregunta del millón, mi cielo!

-        Entonces… ¿Cuándo vuelves?

-        No lo se. Dentro de poco. No lo se, bonita.

-        Sabes, Fui a ver a tu madrina y tu ahijada Sole, la hija de tu madrina,  está preciosa, ha crecido un montón. Me ha dicho que espera tu regalo cuando vuelvas del viaje…

-        Ya, muy oportuno. Mi ahijada no pierde nunca el sentido común por lo que veo. Dile que estoy en ello…

-        Se lo diré…

-        …

-        Diego…Te echo de menos…

-        Yo también, mucho. Dejo al silencio unir nuestros lazos. No puedo decirle que no estoy listo para volver y reanudar mi vida así como así, como si nada. No lo entendería y acaso yo tampoco. Debo saber más cosas, muchas más cosas.

 

Oigo el pequeño chasquido que anuncia el final de la llamada. Luego, la tonalidad aguda de la conexión telefónica resuena en mis oídos. Cierro la tapa del móvil. Añoro su presencia y sus brazos más que nunca. ¿Qué estoy haciendo? La noche ha caído como un manto negro, húmedo y helado. Debo reposar y tomar algo de alimento, algo liviano, pues no tengo apetito La ciudad es pequeña. Una de tantas esparcidas a lo largo del litoral. El casco antiguo está en la sierra y la ampliación de la ciudad queda a escasos metros de la playa. Las dos partes del pueblo están cortadas por la carretera como una cicatriz urbana. Las calles son estrechas, agazapadas alrededor de una plazoleta cuadrada con bancos de metal fundido, árboles de troncos labrados por la intemperie y el sol cegador, recipientes metálicos de basuras donde van o deberían ir los deshechos de los transeúntes, fachadas blancas de cal renovada a menudo, algunos ventanales con rejas florecidas, farolas de largos tubos ensanchándose y coronadas por lámparas encerradas en unas bolas de cristal opaco, todas ellas guardianes de la luz que ilumina de noche. Una plazoleta típica vista y no vista en los catálogos turísticos. Para los que viven aquí una plazoleta vital, esencial, seguramente. Me adentro en una callejuela con el vendaval marítimo empujando mis espaldas con malas ideas. Mi paso es poco cierto, pero avanzo todo lo que puedo. Al torcer una esquina, poco amistosa, me doy de bruces con un bar. He notado en mis idas y venidas pocos bares en el diminuto pueblo. Algunos están cerrados por eso de la “temporada baja” o algo por el estilo o por falta de turistas que viene a ser lo mismo. Entro en la sala donde atisbo aquí y allá algunos hombres sentados. Pocas mujeres, hombres mayores y otros que parecen trabajadores en momento de pausa con el atuendo del trabajo aún puesto todavía. Un leve silencio saluda mi entrada. Tengo la extraña sensación de que saben quién soy por esto de las voces que van soplando las noticias de boca en boca:

 

-         Mira ese… ¿No será el nieto de Guillermo Martínez?

-        Si. A buenas horas ha venió… Esto del dinero atrae siempre… Más que nada… Pregúntale a Paco Chico…

 

Cierto o imaginaciones paranoicas mías, intuyo que saben quién soy y eso me incomoda levemente. Voy hacia la barra.

 

-        Buenas tardes. Un café, por favor.

-        Buenas…

 

El camarero me saludo sin inmutarse, me lo prepara con profesionalismo y las conversaciones prosiguen. Me siento un extraño, un extranjero. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? Llegan las 9 de la noche y el camarero y dueño del bar pone la televisión. Por aquel momento no hay muchas gentes a mi alrededor, pero de repente a esto de las 9 y 5 minutos el local se alborota de gentes. Las mesas se llenan y las tapas y raciones se sirven con esmero, eficacia y rapidez. El ruido se apodera del espacio y mientras las noticias nacionales comentan hechos y acontecimientos los comentarios empiezan a retumbar por doquier.

 

-        Paco, pon ma’alto…

-        Dame una de chóquito y otra de carne mechá

-        Ya… Lo que te decía, Pepe… Que a estos no lo pone ni el mismo Demonio en la cárcel… 

-        Hombre, pué, claro que los ponen… No han puesto a…

-        ¡Manolo! Tu te cré que esto e una ración… Anda, dame má, que con esto ni tengo pa’ chupa un deo’…

-        Millones han robao’ y con to’ eso ni la mita’ van a encontrar… Y si no, tiempo al tiempo y mientra’, ¡que le den a los de Marbella! ¡Valiente gentuza! Pa’mi le daba yo calabozo pa’ una eternidad y más, pero ya verá ni un año…

-        Anda, Fali, come que con esto de las noticias y de hablar… ¡Niño, no ponga la’ mano’ en el plato! ¡Fali, dile algo al niño! No vé como s’esta poniendo…

-        Mira, mira que cara tiene ese… Ya lo sabía… ¡Chusma y má chusma!

-        Y la tipeja esa… No ha chupao del bote ni na’… Y luego se pone ella tan campante como una santa, la mu’ guara…

-        La costa s’esta poniendo que da azco…

-        Que no, hombre, que no t’entera si eso no e solo aquí, si el mundo está así ahora…

-        Bueno que tampoco é pa’ tanto, hé… Que sí…

Voy captando palabras y conversaciones sin demasiado interés. El acento sigue impenetrable para mí.

 

-        Y, Diego… ¿Qué opinas sobre Irak?

 

Mi compañero de barra se llama Juan y tendrá como unos 60 o 65 años. Es difícil decir. Se le ve bien cuidado y hombre cabal. Se me acercó cuando pedí la primera tapa. Se sentó a mi lado y empezamos a hablar de cosas triviales. No hizo ademán de conocerme, no me preguntó nada demasiado personal y esto me alivió. Necesitaba un anonimato neutral en estos momentos. Lo he conseguido. Las noticias acabaron y Manolo cierra la televisión. El ruido sigue tal cual y los comentarios se hacen más personales.

 

 

-        ¿Irak? Nada. Yo no me meto con las cosas de la política.

 

Juan se ríe con gana.

 

-     ¡Ya! Tú no te metes en política pero, hombre, la política te meterá en ella que lo quieras o no y sin que te des cuenta. Eso es lo bueno o lo malo. ¡Piénsatelo, chaval!

 

Las conversaciones prosiguen y vuelven al “caso” Marbella. “Que si son to’ una panda de ladrones.” “Que eso era de esperar, se veía venir mucho y de muy lejo’. Ya se sabía lo que pasaba, pero nadie decía na’ pa’ chupar ma’ del bote.” “¡Que poca vergüenza! ¡No lo pesca’ ni con las mejores redes! ¿Y pa’ que? si luego vuelven los mismos, ya lo verá’, que esto ni a palo’ limpio’ se arregla.” “ Pero, no te ha enterao’ so chalao, el dinero esta afuera o que te cre’ que lo va’ a deja’ aquí pa’ que se lo coma el gobierno… Menudo’ son esos…” Los distintos acentos y la velocidad con la cual se dicen las cosas vuelven el entendimiento arduo para mí, pero eso me hace gracia. La velada sigue su curso. Se siente bien. Juan retoma el hilo de la charla y lo escucho con alegría. Temo encontrarme a solas.

 

 

 

 

5.

 

Volví a la pensión por las calles entenebrecidas. La borrasca silba un cante siniestro rozando los muros de las casas a puertas cerradas de la pequeña cuidad costera. Me siento más que nunca extranjero, rechazado en un lugar desconocido. Al entrar en la pequeña recepción de la pensión empiezo a entrar en calor y la bienvenida de la Señora Carmen acaba de quitarme este frío.

 

-        ¿Qué? Se lo ha pasaó bien, jé… Ya se lo decía yo… La mujé’ de Paco cocina de maravilla… Si le falta argo, ya sabe, jé, qu’aquí estoy por lo que haga falta…

 

La mujer me sonríe ampliamente, satisfecha y complacida. Me da las buenas noches. Igual hago. La urbanidad me devuelve algo de lo que soy desde siempre. Subiendo las escaleras el sonido del móvil alcanza mis oídos. Al entrar en la habitación levantó la tapa para atender la llamada y en ese preciso momento oigo que cuelgan. Tecleo algunas cifras y aparece el número y el nombre. Mi madre. Me ha llamado a su manera. Llamar y colgar al momento. Lo hace a menudo. Repito su número en el móvil.

 

-        ¿Dígame?

-        Mama…

-         Si…

-        Me has llamado, pero se ha cortado, ¿no?

-        Ah, si, si… Bueno… Quería saber como estabas…

-        Bien… En lo que cabe… Ya te imaginas… ¿Has hablado con Montse?

-        Si… Me ha contado… Por la casa… Lo siento…

-        No. No lo sientas mama. Así es mejor. Ya no queda nada. Es mejor ¿no?

      Supongo… Y… ¿Cuándo vuelves?

-        No lo sé todavía. Ya os avisaré…

-        Si, si, claro…

-        ….

-        Mama…

-        ¿Si? Dime…

-        No te preocupes… Puedo entenderlo, pero… Necesito tiempo…

-        Si, claro, claro… Si. Te esperamos, Diego… La boda…

-        Ya lo sé. No se hará sin mi… acuérdate, soy protagonista en ella… Así que… Estaré allí… ¿Mama?

-        ¿Si?

-        Te quiero.

 

Cierro la tapa con fuerza dando por finalizado la llamada. Los impulsos son indómitos. ¿Por qué tengo la sensación de no controlar las cosas? Antes de llegar aquí estaba lleno de certidumbres o sea una fuerza derivada de las evidencias de mi época. Tener bienes materiales es un derecho contundente : coche, teléfono móvil o fijo, vivienda con todas las comodidades, tecnologías en forma de ordenador portátil y otro pegado a una mesa de oficina, video, DVD, cámara digital de fotografía o de película y tantas cosas más que no tengo ganas de contabilizar. Tener derecho a vivir lo mejor posible con un presente, un futuro y el mejor de los pasados. Tener derecho a hablar, comentar, fomentar, hilvanar ideas, opiniones, deseos, puntos de vistas. Tener derechos multitudinarios, a pérdida de vista. Y tantas cosas más de esta misma índole. Nací libre con la idea de ser libre, de tener derecho a la libertad, de tener la libertad de todos los derechos, dichos, escritos, de ahora, de ayer y de los que todavía quedan por decir y escribir. Me sentía potente por las fuerzas puestas en una sociedad occidental y moderna en avance constante hacia un porvenir y en la mejor de las sociedades, por lo menos, queda la que me viene como anillo al dedo puesto que puedo acceder a todas mis más inmediatas necesidades. La cosa hubiera quedado así, sin duda, si algo no se hubiera desatado en mí. Un anhelo, una pregunta muda, una visión menos evidente de todas estas evidencias atadas a mi cotidiano. Buscar algo, encontrar algo y entender algo, se interpusieron en mi mente como otra evidencia. ¿y qué? Toda esta situación suponía un tremendo reto absurdo. ¿Por qué dejar mis evidencias, mis facilidades, mis conveniencias y seguridades por algo intangible y sospechosamente irreal? Esto no era una pregunta para mí, sólo un impulso desgarrador, una necesidad apremiante, un deseo desenfrenado y desencajado concomiéndome horas tras horas mi mente. No lo pude evitar. Aquí estoy. El zumbido del móvil parte en añicos el sueño donde debatía sobre una tabla de ajedrez una partida feroz con un individuo no menos feroz. Lo desagradable de la pesadilla es que nunca en mi vida he jugado al ajedrez ni ganas de hacerlo. Es lo que llamo una mala jugada de mi mente que me obliga a pensar más de la cuenta. Para alguien como yo que no le gusta los mareos de cabeza… Es una pura pesadilla.

 

-        Hum…

-        ¿Te despierto?

-        Hum… si… no… bueno, un poco…

-        Si quieres llamo más tarde…

-        No, no, esta bien… Dime, mi cielo…

-        Es que… El vestido esta acabado… He ido a buscarlo en casa de Mari Paz…

 

No contesto nada. Mari Paz. Otra pesadilla. Como si lo viera. La mejor amiga de Montse. Una pija insufrible que se las da de lista. Imagino el diálogo entre ellas:

 

-    “Montse: - Se ha ido y faltan 5 semanas para la boda… ¿Te das cuenta Mari Paz?

-   Mari Paz:- Si querida. Eso lo llaman “angustias pre-maritales”. Es muy común en los hombres. Lo leí en la revista “Chismes y Cotillas”. No te apures, querida. Se le pasará     

-     Montse: - Y, ¿si no se le pasa?

-     Mari Paz: - Querida. Ni lo pienses. Las angustias no impiden los sentimientos, pero si”

 

-   ¿Diego? ¡DIEGO! ¿Me estas escuchando?

-     Si, si, claro que si…Que bien, ¿no? Te tiene que sentar de maravilla y estarás preciosa con él…

-    Si vienes a la boda podrás comprobarlo Diego…

-    Ni lo dudes, Montse… Estaré allí contigo… ¿Cómo no?  No te voy a fallar, cariño…

-    ¿De veras?

-    Si. Claro que si. Puedes estar segura de mí, mi cielo…

-    Quedan 5 semanas y…

 

Me ha colgado. Creo haber escuchado un quiebro en su voz, como un sollozo ahogado. Me siento como un canalla, un traidor defraudador. Tendría que estar allí, ultimando los trámites finales para nuestra boda en vez de estar aquí. ¿El pasado va a poder más que mi presente?

 

 

 

6.

 

Mi abuela murió cuando yo tenía 12 años.  La recuerdo como una mujer bajita de estatura, ni gorda ni delgada, vestida de negro, los pelos recogidos en un moño prieto. Parecía una sombra que se deslizaba por la casa. Un fantasma, ¿el espectro de lo que nunca supo ser? Un día le pregunté a mi madre: 

           

-          Mama, ¿la abuelita está de luto?

 

Mi madre me miró, dudó y me contestó.

 

 -        Si. De una cierta manera, si lo está.

 

 ¿En luto de una vida no vivida? ¿Sombra entre las sombras de un pasado demasiado presente? Nunca se casó. Si la pretendieron, eso queda en el olvido.  Mi madre nació el 30 de diciembre de 1940. Hija de la posguerra, de las privaciones, las vejaciones, quizá, del miedo y de la dureza de un tiempo donde quedaban, sólo, los supervivientes. Todo parece encajar en un cuadro distinto desde que estoy aquí, como las piezas maestras de un juego partido en miles de pedazos.  Nunca se me ocurrió descifrar una incógnita, un enigma en esa vida de sinsabores, esa vida no vivida. Simplemente, esa era la vida de mi abuela. ¿La de mi madre también? Vuelta a la realidad. Son pasadas las 10 de la mañana, es decir, he dormido como nunca ya que soy madrugador desde siempre. El aire de por aquí me ha cambiado el chip.  Incluso, si sigo así, no me reconoceré viéndome en un espejo. Debo desayunar. En la pensión, lo dudo, aunque mi anfitriona es una mujer encantadora, parlanchina, muy dicharachera y en verdad atenta. No termino de bajar las escaleras cuando aparece ella.

 

-        ¡Buenos días! ¿Que tal la cama? Buena, ¿no? Ya se lo decía yo a Alfonso, mi Mario que… ¿ALFONSO? ¡VEN PA’CA! Qu’a llegao el muchacho y ya te lo dije que esto’ corchone’ son buenísimo’… Es que mire usté, yo quería cambiar las litera’. Luego me dijeron que si cambiaba los corchone’ bastaría y compramos estos… Cuando los vi y me senté encima supe que eran estos, pero claro mi Mario como siempre… ah, aquí está’… Mira, no ve, lo que te dije Alfonso, que esos eran los corchone’ bueno’, no los otro’… ¡Usté dile! Qu’a este hombre no hay manera de entrarlo en razones, Ozu…

 

No entiendo todo, pero la cara del marido es un poema en si. Está con su mujer y con una cara muy seria, pero veo en su mirada una chispa que lo delata. Me quedo serio a mi vez para no ponerlo en un aprieto, pero me cuesta trabajo ya que mi hospedera me resulta cada vez más simpática.

 

-        Bueno, venga a la salita que le tengo preparao el desayuno, ya vera usté que rico y le va sentá de maravillas se lo digo yo.

 

El hombre me guiña un ojo mientras me trae una bandeja con un desayuno que promete recomponerme los ánimos y, ¡falta que me hace!

 

-        Le dejo que tengo que ir a compra’ ante que se me haga más tarde… Alfonso, te dejo al mando y cuidaíto, hé…

 

Con un saludo cordial sale de la salita y me quedo solo algunos momentos. Me siento un poco confuso de tener este hombre tan ocupado conmigo y sin previo aviso le propongo:

 

-          Tómese un café conmigo, por favor.

 

El hombre parpadea y luego se sienta en mi mesa después de haber cogido una taza vacía. El silencio resulta un poco incómodo.

 

-        ¿Qué le parece el pueblo?

-        Pues… Me gusta. No lo conozco lo suficiente, pero lo poco que he visto me gusta…

-        Es pequeño, pero antes lo era más. Ha crecido mucho estos últimos años.

-        ¿Siempre ha vivido aquí?

-        Si. Soy del pueblo como mis padre’ y mis abuelo’ y tatarabuelo’ pero eran pescaore’. Quiz’hace’ otra cosa y me puse d’albañil. Las cosas me viniero’ bien, no me puedo quejá’ y ahora estoy medio jubilao… Mis hijos siguen el oficio…

 

Otro silencio, pero agradable. Me gustaría hacerle preguntas sobre mi abuelo, pero no me atrevo. Tantos años sin saber, encerrado en el silencio mortífero de dos mujeres, me han vuelto inseguro, dudoso, indeciso, todos sentimientos que nunca he padecido. Me siento de una enfermedad rara, el temor a descubrir, a desvelar, a destapar, quizá.

 

 

-        ¿Dónde queda el cementerio?

-        En el empiezo del pueblo. Si quiere lo llevo hasta allí, no queda lejos, pero con el tiempo…

-        No, se lo agradezco mucho, pero no se moleste, me gusta andar.

 

El hombre me mira la cara detenidamente luego sonríe levemente como si entendiera algo de mí y de mi actitud.

 

-        Bueno, pué entonce lo dejo ir…además el tiempo se va abrir y el sol va llegá’ dentro de un par de horitas…

 

Miro por la ventana el diluvio que empapa y empaña todo y me quedo perplejo.

 

-        Si, si, ya lo verá usté… Que por aquí no se queda el mal tiempo mucho tiempo… Sol y poco viento se lo digo yo…

 

Sonrío a estas últimas palabras. Que los que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma opinión. ¿De donde ha salido este dicho? ¿De mi abuela?

 

 

 

 

7.

 

Estoy perdido. Desde el principio estoy perdido, pero esta vez lo estoy de verdad. Seguí las explicaciones de mi anfitrión y aquí estoy en medio del pueblo bajo una intemperie que me deja helado y en total desconcierto. No sé ni donde estoy y, claro, por mucho que ando no me cruzo con nadie. Tuerzo a la izquierda y casi me caigo sobre un hombre andando bajo un paraguas negro, siniestro como las alas de un cuervo. El hombre levanta con precipitación el paraguas y me saluda.

 

-        Hola… Perdona’ que no lo haya visto con este tiempo…

-        Si… Estoy contento de verlo porque creo que estoy perdido.

-        Ah, pué, dígame uste’ donde tiene que i’ que ya l’esplico…

-        Tengo que ir al cementerio…

-        Pué, miré uste’ pa’ ‘l cementerio no hay pérdida… Uste’ coge la calle ésta que viene a la derecha y luego tuerce a la izquierda y allí lo tiene uste’… No hay pérdida porque con un pueblo como este… y fíjese que todavía tenemo’ el cementerio aquí… Están diciendo por ahí que lo van a quitá del medio pa’ ponerlo en otro sitio… ¡Ya lo que faltaba! Que nos quiten lo’ muerto’ d’aquí y ya qu’estamo’ ¿por qué no de morirno’ también?… Como ‘stá el mundo… Bueno, pué, usté ya sabe, hé… derecha luego izquierda que no hay pérdida…

 

El hombre me saluda educadamente con un leve movimiento de la mano. Lo veo irse bajo las alas negras del artilugio contra la lluvia. Espero llegar entero sin ahogarme. Va a ser difícil. Me temo.  He llegado, por fin. La lluvia ha parado y un cielo despejado empieza a salir de detrás de las nubes. Entro en el cementerio y me quedo parado sin saber por donde tirar. ¿Dónde está el plano de las tumbas? Me siento inútil y algo molesto. Empiezo a recorrer el recinto mirando aquí y allá los nombres, los apellidos, los datos, las cosas escritas, los recordatorios. Un sol tímido aparece poquito a poco como señal de apoyo o, eso me parece. La claridad del día rezuma por doquier y espero que me ayudará esclareciendo mi desconcierto. A la vuelta de una tumba veo un lugar con una simple lapida bastante nueva comparada a las demás. Espero que sea esa. Me acerco a ella y, de repente, una voz me para en el acto.

 

-        Oiga… ¿Usté busca argo?

 

Por un momento creo que la voz sale de una tumba. Empiezo a sentirme mal cuando me doy cuenta que así es. Un hombre está sacando algo de una tumba cercana de la supuesta tumba de mi abuelo. Me quedo inmóvil, completamente horrorizado.

 

-        Oiga… ¿Se siente ma’?

 

El hombre sale chorreando de barro del boquete y su cara me parece tan pálida que creo ver un espectro, pero es solo mi vista que se está nublando por la impresión.

El hombre pone una mano sobre mi brazo y doy un respingo que por poco me tira al suelo.

 

-        Venga usté conmigo hasta la casita aquella… Lo veo yo argo ma’…

 

El hombre me lleva del brazo con sumo cuidado y me dejo llevar sumiso en un trance de puro estupor. Entro en una pequeña sala calentada por una estufa eléctrica. El hombre me ayuda a sentarme en una silla delante una diminuta mesa.

 

-        No sé me va a desmaya’, hé… Que ‘so pasa… Venga, tómese un calajillo con el café, ya vera’ lo bien que le va’ sentá… Ahí, despacito que ‘sta caliente… Ha, ya le veo mejo’ cara… Usté no se tiene que impresioná’ así que no es pa’tanto… Un cementerio es de lo má’ tranquilito que hay… Aquí no se siente nada malo solo paz… ¿Cómo ‘sta ahora? Mejo’, ¿no?

 

Muevo la cabeza en señal de “Si. Estoy mejor”. Empiezo a sentir un calor entrar en mi y también algo de vergüenza por mi propia estupidez.

 

-        Bueno, bueno… Ya se le ve mejó’… Dime Uste’ en que puedo selvile ya que si ha venió hasta ‘qui es pa’ argo, digo yo…

 

Me quedo mudo luego empiezo a hablar como nunca. Le cuento todo desde el principio con voz atropellada y sin poner las cosas en perspectivas. Salio todo y el hombre mueve la cabeza como si entendiera lo que le estoy contado. Cuando acabo mi perorata me siento exhausto y un poco más patético si cabe.

 

-        Ya veo… Uste’ es el nieto de Guillermo Martínez. Ya me decía yo que tiene argo de pareció… La’statura… Que su abuelo era alto… No llegué a conocerle, pero, bueno… el estuvo aquí mucha’ vece’… No faltó nunca…Pero no era muy hablador… Casi nunca hablé con él… Ya sabe, argo en la cara, como la ponía… Tota’… La muje’ se le murió y luego la’ dos niñas… una tragedia…

-        ¿Las dos niñas?

-        Si. Cuando se le fue la muje’ en el parto, ya sabe uste’, se quedó solo y se ocupó de la’ hijas. Mu’ bien que lo hizo, se le veía que quería con locura a la’ niñas. Les dio estudios y se las veía felices, con to’ lo que le hacia’ falta y hasta caprichos… Eso sí, no le faltó naita a la’ niñas. El padre le dio de to’ y bien que hizo. Dos niñas preciosas y de buena’… ¡O’ju! ¡Unos angelillos caío del cielo! Cuando la mayor cumplió 17 años le entró una gripe. La llevó al medico y empezó a curarla, pero yo no sé lo que pasó que la gripe se volvió neumonía y luego murió. ‘Stuvo 3 meses entre via y muerte. La enteraron aquí… Estuvo casi to’ ‘l pueblo… Fue una tragedia. Y el padre… ni una lagrima, pero se le veía hecho polvo y la hermana… ¡Pa’que le voy a contá! Si eso… na’ ma’ verla, se le partía a uno el arma. Y, mire uste’, que ya he enterrao muchísima’ gente’ y visto como son la’ gente’ en eso momento, pero la cara de esa chiquilla, eso era una verdadera pena… Luego, por si fuera poco… Pasó como unos 6 meses escaso’ y ya empezaba la vida de to’ los día’ como siempre cuando la segunda hija va y se tira por un barranco. Al principio no se supo mucho. Se avisó a la guardia civil y el pueblo se puso a buscarla… Tota’… Que la encontraron 36 horas más tarde… Una tragedia. La enterré yo, y no vea la que se armo aquí pa’ ese segundo entierro. Ni le comentó lo que se decía… Tota’… Qu’el padre ni una lagrima, pero parecía qu’habia encogió el hombre y envejeció. El pelo se le puso blanco casi de noche al día… Después de eso ya no era el mismo. Se encerró en su casa y se le veía de vez en cuando por el pueblo. Pero en el cementerio todo’ los sábados a la’ 3 en punta estaba aquí delante de la tumba de sus niñas ya que la juntamos en la tumba como buena’ hermana’ que eran… Ya le digo, una tragedia…

 

El hombre mueve la cabeza con una mueca de tristeza. Me quedo callado. No sé que decir. Eran familia mía pero como si no lo fueran.

El hombre se bebe otro calajillo y hace un ademán de ponerme otro. Tapo la taza con mi mano. El hombre sonríe levemente.

 

-        Quiere ver la tumba…

-        ¿La de las niñas?

-        Hombre… Están juntas. Una al lado de la otra. Fue deseo suyo. No tiene ma’ remedio’ de verlas la’ dos.

-        Y, ¿la tumba de la madre?

-        La enteraron en el pueblo de su familia. ¡Eso fue un escándalo! Ni le cuento… Por lo visto, el padre de la muje’ no le gustaba el yerno… Ya sabe uste’ como son las cosas… Tota’… Llegó al pueblo el hombre cuando murió su hija, la muje’ de Guillermo  Martínez. ¡La que armo!  ¡La de San Quintín! Tota’. Se la llevó a su pueblo. Un escándalo, pero bueno, esa cosa pasan y que se le v’hacer… Ya ‘stan to’ enterrao’ y juntitos en la muerte como lo fueron en la vida… Una familia…

 

No sé lo que esperaba. El hombre me ofrece más café - con el achaque de tomarse otro calajillo – pero me siento demasiado nervioso y rechazo la oferta. Se levanta con una agilidad sorprendente y me lleva hasta las tumbas.

No sé lo que voy a encontrar aquí. Si solo queda un solar, una plaza de parking en lugar de una casa, ¿que puede quedar aquí? La lapida es simple, sin adornos. Una simple lapida con nombre, apellidos, fecha de nacimiento y fecha de fallecimiento entre paréntesis. No sé nada más. No sabía mucho al llegar. Tengo la sensación de saber menos ahora. La tumba la más cercana – la de mis tías - es idéntica a la de mi abuelo. La lapida está más usada por el paso del tiempo.

 

 “Guillermo Martínez Ferrán “

“Adela Martínez González”

“Maria Luz Martínez González”.

 

Mi familia. Parte de mi familia. Faltan los datos de la mujer de mi abuelo y madre de las niñas. Paquito, el sepulturero me los ha proporcionado entre otras cosas irrelevantes. Tiene una memoria fenomenal. Cada hecho es una micro historia en sí. No me cabe duda en cuanto a su capacidad de contarme cosas y más cosas, horas seguidas, sin parar.

 

“Soledad González Hernández”

 

Podría añadir: tumba en un paradero desconocido.

 

 -        Bueno… Le dejo… Si necesitáis argo, llama uste’ ¡Paquito!…

 

Añade algunas palabras que suelen decirse en tales circunstancias, supongo.

 

-        Gracias. Muchas gracias.

 

Contesto algo ausente. Lo sigo con la mirada hasta que sale del sendero y de mi vista. Las tumbas parecen gemelas si no fueran por las diminutas grietas que envejecen las de mis “tías”.

Debo hacer algo. Supongo. Pero, ¿qué?  ¿Rezar, quizá? No sé. No soy dado a tales prácticas ni soy muy devoto. Sinceramente, no siento nada. Es como si todo esto no tuviera nada que ver conmigo. Paso un buen rato allí delante sin pensar nada en concreto. Ideas, imágenes saltan en mi mente. Pienso… Mi madre, mi abuela. Yo mismo cuando era niño. Mi abuela paseaba su mano fina y redonda sobre mis pelos, dulcemente, repetidamente. Yo daba sacudidas con la cabeza para que me quitara la mano de encima y lo conseguía un breve instante, ella reanudaba la caricia dejando correr sus dedos sobre mis facciones y decía  con esa voz apagada de gorrión asustado.

 

-        No hay que matar la inocencia. Nunca. Jamás.

 

No era ternura lo que se vislumbraba en esa frase. No. Rezumaba, tanta desdicha y amargura y toda ella envuelta en un leve deje andaluz, tan leve, que parecía como borrado. ¿Acaso, en su propia vida, no fue siempre un borrón quedado al margen de todo o casi todo?

 

-        Aquí el mal tiempo nunca dura.

 Doy un brinco. Estoy parado en la entrada del cementerio y Paquito me ha pillado ensimismado en mis recuerdos. Este hombre se mueve como un espectro.

 

- Eso es po’ lo del estrecho. Vaya usté tranquilo que tenemo’ pa’ rato con el buen tiempo. So pena, claro, que cambie de sopetón. Con tanta’ cosa’ que se le echa’ al cielo ni se sabe como se va pone’ el tiempo. Bueno. Le dejo. Tengo qu’acaba’ la tarea pa’ mañana. L’ha tocao a Fermín. Ya era hora. 96 años. Ya vé uste’. ¡Y’a ‘sta! Si me necesitáis aquí ‘stoy casi siempre. Los muertos tienen que ser atendio’ como los vivos, sabe uste’. Eso e’ lo que hay y na’ ma’.

 

El hombre extiende una mano algo sucia que estrecho con simpatía y agradecimiento. Paquito ha sido como un amigo en estos momentos desconcertantes.

 

 

 

 

8. 

 

Llego cerca del paseo marítimo. El móvil ha vibrado. El sonido elegido me recuerda oportunamente que haga lo que haga, esté donde esté, siempre tendré atado este cordón umbilical inalámbrico. No sé si alegrarme de esto. Tengo, debo, mejor dicho, atender la llamada.

 

-        Hola…

-        Hola mi vida…

-        ¿Cómo estás?

-        Bien. He visto las tumbas… ya te contare…

-        Tenemos todo listo para la boda…

 

Un silencio incómodo. Pienso: no estoy con ella allí para ultimar los preparativos.

 

-        Perfecto.

-        Mama ha venido conmigo y papa se ha encargado del piso. Está listo.

-        Perfecto. Dale las gracias a tus padres… Montse, yo… ella me corta,

 

No me deja seguir lo que le quiero decir, es una manera como otra de enfriar su congoja.

 

-        Rafael ha llamado.

-        Hum…

-        Dice que los clientes te echan de menos…

-        Ya…

-        Pide cuando vuelves…

-        Cuando pueda y…

-        ¿SE SUPONE QUE LE TENGO QUE DECIR ESO?

-        ¡NO! No. Tú no. Lo llamaré yo. No te preocupes.

 

Siento que recobra su aliento y su calma. Montse es la persona  más serena que conozco. Pero está perdiendo los estribos.

 

-        Te echo muchísimos de menos, Diego…

-        Y yo también, mi vida…

 

Ha colgado. No se ha despedido y me siento como un canalla. La necesito más que nunca, pero estoy aquí. ¿Hasta cuándo? Vuelve a sonar el móvil. Es Rafael. No puedo atenderle. Ahora no. Luego cuando tenga las ideas más claras, si las tengo claras un día por el camino que voy tomando.  Veo 5 mensajes grabados. Todos de Rafael. Los borro. No puedo leerlos.

 

El paseo marítimo esta vacío. A esta hora, las 3’30 de la tarde, no es sorprendente. El mar parece un platillo levemente ondulante y tan brillante, ¡parece mentira! Por la mañana esa ventisca fría y pegajosa y ahora tengo hasta calor. El cielo de un azul esclarecido brilla de un modo que desconozco. En mi pueblo el azul es distinto. Quizá por ser pueblo de monte. Ávila. Fortaleza arrebatada a la piedra inmemorial de la montaña. Así y todo, ella queda, primero para mi, la ciudad hogareña donde he vivido mi niñez, mi juventud, mi presente y, espero, mi futuro. O, ¿parte de él? Quién sabe. En ese platillo azulado y ondeante se pierde mi mirada. La línea del horizonte parece no tener fin y eso me recuerda la perorata incesante del bueno de Paquito. Mentiría diciendo que me acuerdo de todo lo que relató. Entre el acento andaluz, las expresiones desconocidas y la rapidez del habla, parecida a la mejor velocidad de las conexiones Internet, no estoy seguro de rememorarme todo, incluso ni la mitad. Lo que me impacto, en medio de ese cúmulo de datos y comentarios, fueron exactamente estas palabras.

 

-        … y alguno’ decía’ también que era Castigo de Dio’ pero… bueno… eso, ya sabe usté… habladuría’ de pueblo y bueno… esas cosa’ que pasaba’ anté… eh… malos tiempos, otros tiempos… tiempos difíciles… eh…

 

¿Qué habladurías eran esas? ¿Quienes comentan cosas “así” en un sepelio de jovencitas? Y, ¿quién puede decirme lo que fue ese “Castigo de Dios”? El mar parece una bandeja brillante bajo un cielo azul desteñido por la intemperie. El leve calor, de un sol temido en otras fechas, posa sus rayos sobre mí como una caricia, como la mano de un amigo atento. El tiempo de por aquí parece la sonrisa de compromiso de una novia radiante. Necesito caminar. Para un deportista casual como yo tiene gracia este deseo. La musiquita de mi móvil suena en el aire tibio. Voy a tener que contestar.

 

-        ¿SI?

-        ¡Vaya! El gran hombre está de mala leche…

-        ¡NO! ¡Si! Un poco. Un pesado no ha parado de darle al móvil…

-        Será por la urgencia que tiene de contactarte…

-        Tan urgente no puede ser Rafael… Te conozco…

-        Ya… ¿Cuándo vuelves?

-        No lo sé. Dentro de unos días…

-        Perfecto. Veo que lo tienes todo bajo control, pero me agradaría mucho una fecha, un dato concreto, ¡que se yo!

 

Respiro hondo el aire salado de la marisma. Sobre todo no caer en la trampa. No ponerme nervioso, no enfadarme, no sofocarme, no…

 

-        Salanza ha firmado el contrato…

 

Me quedo con la boca abierta. Es el contrato laboral más importante con lo cual nunca jamás soñé.

 

-        ¿Cuándo?

-        Ayer. Tenemos dos meses para poner a tono la empresa…

-        ¡Tiempo de sobra! Empiezas tú el proyecto y, cuando vuelva, sigo…

-        ¡DIEGO! No puedo empezar sin ti, eres el creador del proyecto… ¿Recuerdas? Puedo demorar la fecha hasta el 28 o sea dentro de 10 días, pero no más. Y, te recuerdo que te casas el 14 del mes siguiente.

-        ¡SI, se me olvidaba. Por casualidad ¿puedo contar contigo?

-        Conmigo y con  media docena de más gentes!

-        FFFFF… Anda, eres tan gracioso,

-         Pero la gracia sería total si terminamos este encargo y pueda marcharme cuanto antes para disfrutar de mi vejez y de unas largas vacaciones bien merecidas…

 

Me río con ganas. Con sus 56 años es él el más joven de los dos.

 

-        Te he mandado los datos del contrato en tu e -mail. Te habrás llevado el portátil, ¿no?

-        Tú, ¿qué crees?

-        Ya… Diego… Irte sin estar enganchado a Internet… Inconcebible…

-        ¡Mira quien fue a hablar! Mi maestro desde el principio… El que me ha enseñado todo… ¡Más enganchado que tú, nadie!

-        Sí. Y voy a seguir enganchado, pero a unas largísimas vacaciones con sol eterno y hamaca incluida y… diez días te doy, ni uno más, para que vuelvas. Hombre de poca fe. Mírate el contrato con tiempo. Está firmado por mí. Cuando vuelvas lo firmas tú. Y… Piensas…

 

Mi socio ha cortado la llamada. Es su forma de saludarme. A pesar del exabrupto es la persona en la cual tengo depositado una gran parte de mi confianza. Ricardo no preguntará nada, pero estará a la escucha si necesito hablar. Lo entenderá. Me comprenderá. Mejor que yo a veces. ¿Cómo un padre?

 

-        ¿Pensarlo?

 

Una gaviota pasa lanzando un grito. La miro volar entre los aires como un pequeño avión de materia viva. No tengo que pensar nada. Está todo pensado. Este contrato pagará buena parte del piso, préstamo incluido. Así me gustan los negocios.

 

 

 

 

9.

            La informática entró en mi vida como la aventura moderna entra en la Historia, sin pensarlo. Cuando empecé los estudios, no tenía las ideas muy claras sobre mi porvenir laboral. Igual me daba ser esto o lo otro. De todas formas, era obvio que tendría que hacer algo y, quizá ser alguien. No podría solamente dejarme vivir y ver lo que pasaba. Un día me topé con un lugar especial. Entré allí. La sala estaba compuesta de una biblioteca, un pequeño bar., mesas de billar y algunas que otras maquinas para jugar. Una sala de entretenimiento, pero con espacios para disfrutar e incluso para compartir charlas si se deseaba tenerlas. Una cuota anual muy pequeña daba acceso al lugar. Como no sabía lo que hacer de mi tiempo libre decidí pasarlo allí. Rafael era el propietario. Los juegos eran un poco más elaborados que los simples juegos en establecimientos similares. Me interese en ellos. Pronto supere el funcionamiento de cada juego. Estaba a punto de aburrirme. Rafael se percató de ello. No me di cuenta de nada, ni de su vigilia discreta, por cierto, ni de su interés por mí. La verdad, yo era un joven como todos los demás. Rafael no pensaba lo mismo. Conocía bien los jóvenes del local y supo ver en mí algo que ni yo mismo veía. En aquel entonces, finales de los 80, los ordenadores personales casi no existían en la ciudad. El tenía uno y lo había perfeccionado como lo hizo con los aparatos de juegos. Así empezó todo. Me enseñó a manejar un ordenador. Luego empecé a comprar revistas sobre el tema y estos temas cada vez eran más especializados. Algunas revistas me las prestaba él. El artilugio, que era el ordenador en aquel entonces, me llamó la atención. Quise saber como estaba hecho, de qué estaba compuesto. Desbaraté todo el aparato, para estudiarlo y entenderlo minuciosamente, luego lo recompuse. Todo salió bien. Me llevó tiempo, pero, ¡Que tiempo más genial! Cuando llegó el momento de elegir estudios después del bachillerato, escogí unos cursos sobre informática que combiné con otros cursillos sobre electricidad y mecánica. Entraba en el mundo virtual y aun no he salido de él. En 1990 apareció Internet o World Wide Web y Rafael fue el primero en conectarse a la Red o, por lo menos, uno de los primeros en el pueblo. Para mí, Internet fue el descubrimiento mayor de mi existencia y llevo 16 años viajando en esos ciberespacios. Viajando, indagando, deleitándome con este inmenso espacio. Los cursos me ayudaron a mejorar teóricamente pero, como la práctica nada. Rafael fue un maestro en todos los aspectos. Supo alentarme, interesarme, darme valor cuando flaqueaba y escucharme cuando tenía dudas en mi tarea y mis propuestas. Conseguí algunos que otros diplomas y certificados. Me convertí en un experto y cuando empezaron a expandirse los ordenadores y los problemas consecuentes a la mala utilización de éstos, el trabajo se duplicó rápidamente. A los pocos meses de trabajar con Rafael, me volví su socio en la empresa. El alumno había superado al maestro y Rafael se lo tomó de buen grado ya que seguramente lo tenía todo planeado así desde el principio. Sea como fuere me hice socio y pronto seré socio mayoritario ya que Rafael quiere vivir la “buena vida” antes de agotar su tiempo de vida. (valga la redundancia) Con el contrato de Salanza tengo mi presente inmediato asegurado. O, ¿no? Hasta hace poco pensaba que lo tenía todo bajo control. Mi vida, mi presente laboral, mis sentimientos. Todo. El futuro era cosa de llegar hasta él, sin más. Mi vida es como la informática va deprisa y tengo que estar alerta, al pie del cañón. No tenía dudas. Las cosas van viento en popa siempre. Es lo que pensaba. Certidumbres y más certidumbres. Si todo va bien, ¿por qué preocuparse? Llegaron las cartas y aquí estoy. Sin pensarlo, andando, andando he llegado delante del solar, donde antes estaba la casa de mi abuelo y ahora sirve de parking, como el criminal que vuelve al lugar de su crimen. No entiendo el por qué de este vacío y, ¿para que ha servido esta faena?

 

-        Qué pena, ¿no?

 

Una mujer se ha acercado a mí. No la escuché llegar. Está a mi lado. La miro de soslayo. Pequeña, más o menos delgada, la misma edad, quizá, que mi madre, pelos rubios de bote. Arreglada como para salir de paseo.

 

- La casa era tan bonita. Muy antigua también.

 

Doy un respingo y me vuelvo hacia ella con un ademán de interés.

 

-        ¿La conoció? ¿Cómo era?

-        Si. Y to’ el pueblo también. Es una de la má’ antigua. La llamaban “Casa Rica”. Perteneció a una familia durante varias generaciones. Incluso desde el principio, diría yo. Era como las casa’ d’antaño, con sotea, reja’ pero sin flores. Su abuelo las quitó despué de to’ lo qu’ocurrio. Ya sabe Usté’… La tragedia y to’… La verda’, se le fue un poquillo de las manos to’… La casa y bueno… ¡To’! Pero, la casa fue de los Herreros muchízimo tiempo… Ya vé Usté’, mi abuela ya la conocía… Tota’… Tuvieron que separarse de la casa después del movimiento, en esos tiempos tan malo’… no había na’ pa’ comer ni na’ pa’ na’… Bueno, eso ya pasó, Gracia’ a Dio’…El asunto es que su abuelo pudo tener la casa…

-        ¿La compró?

-        Bueno, eso ya no le puedo deci’… En aquello’ tiempo’ pasaba’ cosa’, ya sabe Usté’… Pero, bueno… ¿Quiere toma’ una tazita de café conmigo? Vivo en aquel portal, allí…

 

Iba a añadir algo la mujer, pero sonó mi móvil. No sé si lamentarlo o dar las gracias al artilugio endemoniado este.

 

-        Lo siento Señora, pero tengo que atender a la llamada… Muchas gracias por su invitación…

-        Hombre, no s’apure Usté’, otro día será… En aquel portón me tiene Usté pa’ lo qu’haga farta… Ya habrá tiempo…

-        Muchas gracias, Señora…

 

Tengo la tapa del móvil a medio levantar. La mujer se despide.

 

-        ¿Dígame?

-        Te dejaste las cartas…

 

Montse. Su voz es… No puedo decir. Es la primera vez que oigo su voz de esa manera. Extraña, recelosa… No sé…

 

-        ¿Las has leído?

-        ¿Eso es lo que quiere que haga?

-        No. No, claro que no, pero si las lees…

-        ¡No pienso leerlas! Espero que me las leas tú si quieres… cuando vuelvas…

-        Si. Tienes razón y te prometo que no vas a tener que esperar mucho para que vuelva…

-        No me prometas nada que no piensas cumplir, Diego. No te lo permitiré.

-        No dudes de mi, Montse. Nunca te he fallado desde que nos conocemos…

-        Ya, hasta ahora…

-        Ni antes ni ahora, Montse… No puedes pensar eso de mí… Es que… Ya sabes, no pude hacer otra cosa y… Por favor…Cariño. Entiéndelo… Ya sabes como y cuanto te necesito…

 

Oigo un profundo suspiro. Me siento mal,  pero, ¿qué puedo hacer? Estoy atrapado.

 

-        Yo también, Diego, pero... Yo, aquí y tú… Vuelve cuanto antes puedas, Diego… Te estoy esperando… tanto… No sé lo que pensar…

-        No pienses nada malo de mí, Montse… Te lo prometo, queda poco para que vuelva contigo, mi vida… Te lo prometo…

 

Ha colgado. Quedo con el móvil pegado al oído y el sonido de la tonalidad pulsando en la nada de la llamada acabada. Miro la plaza del parking. Siento un hueco descorazonado en mi pecho. Tengo que moverme, indagar, saber algo e irme cuanto antes sin ser demasiado atrapado en, ¿qué? Y, volver. Volver a mi hogar. Montse.

 

 

 

 

10.

 

Las cartas. La primera que abrí fue la de la notaría. Los términos me eran desconocidos, pero comprendí que se trataba de una herencia de un tal Guillermo Martínez Ferrán. No entendía nada, incluso llegué a pensar que se trataba de una equivocación. Hasta que leí la segunda. La he leído tantas veces que me la sé de memoria. Una letra un poco temblorosa, pero al estilo antiguo, bien torneada, los caracteres bien delineados. La letra con sangre entra.

 

Querido Manuel,

 

             Ha llegado el momento para mí de irme. Ya llevo demasiado  tiempo  dando  vueltas  en  esta vida. No puedo decir  que fue un placer vivir,  pero  quiero  que sepas  que siempre, he tenido  el deseo de conocerte, pero no,  sin  el consentimiento  de tu madre.

            Ese deseo me ha mantenido en vida  estos últimos  años  de  soledad. No me quejo, nunca lo he hecho y seguiré  sin  hacerlo. Me  quedo  con  el  disgusto  de  no  haberte conocido, haber podido verte aún, quizás, hablarte.

            Espero que esta carta  llegará  hasta  ti. Lo dudo. Será  mi  última  carta  y no  he  sido  nunca un gran escritor. Te deseo lo mejor, hijo mío. Lo que no  ha  podido  ser no tiene  ninguno valor, sólo lo tiene lo que se hace en la vida.

            Hasta nunca. Vaya con Dios  si  es  que hay  un Dios  todavía. 

                                                           Guillermo Martinez.

 

Tu abuelo.

 

 La firma era casi ilegible y las dos últimas palabras estaban escritas al final de la carta como si mi abuelo se estaba arrepintiendo de añadirlas. Creo que fueron estas dos últimas palabras que me dieron ganas de venir hasta aquí. Creo.

 

 “Tu abuelo”

 

Ocurrió un día cualquiera, entre semana. Fui a regar las plantas de mi madre como me lo había pedido y recoger el correo. Las plantas las tenían algo descuidadas, la verdad. Montse me recordó la promesa que le hice a mi madre de ocuparme de todo mientras disfrutaba en uno de esos viajes de IMSERSO. En realidad fueron 2 viajes acumulados por IMSERSO. Su amiga de toda la vida, Merchito, la alentó para que fuera con ella en ese viaje y luego mi madre la invitó en otro que solicitó para las dos. Merchito no se pierde ni uno y bien que hace. Espero ver a mi madre hacer lo mismo, se lo merece. Llevaba prisa y lo hice todo con rapidez. Escuché caer unas cartas por la rendija del buzón de la puerta de entrada. No me apresuré a recoger las cartas, lo haría al salir, pensé en aquel momento. Terminada mi tarea  me fui hacia la puerta. Recogí las cartas y leí en dos de ellas mi nombre y apellidos. Me pareció curioso ya que no vivo en la casa de mi madre desde hace varios años, pero como llevaba prisa las puse en mi bolso y salí pitando. Era media noche bien entrada cuando me acordé de ellas. Fui a buscarlas. Las leí. Me desvelé por completo. Desde entonces no he recuperado mi sueño normal. No puedo volver a mi habitación. Siento una agitación inusitada dentro de mí. Mis pasos me alejan del solar.  Llego al bar de Paco. Me vendría bien algo de distracción. Es hora de cenar. El día se me ha pasado volando. ¿Estoy perdiendo la noción del tiempo o, el tiempo?

 

 

 

 

11.

 

Llegando delante de la puerta del local llama mi móvil.

 

-   Montse…

-        Diego…

 

Un silencio. No sé que decirle. Me lanzo.

 

-   ¿Si?

-        Diego… Perdona… No quise… No quería… es que…

-        Cariño…

-        Pero, no te das cuenta de lo que está ocurriendo aquí...  Llevo 3 días liada con lo del banquete, preparando nimiedades y…

-        ¿No estaba todo arreglado?

-        ¡ARREGLADO! Perdona que te lo diga pero… ¡ESTAS TOTALMENTE CONFUNDIDO!  Mi tía Maria Asunción, ya sabes, la que vimos hace dos meses… Bueno… Me ha llamado ayer y me ha dicho que venían 50 personas más o sea que de 200 pasamos a 250 personas en el banquete… pero, eso no es nada… lo peor es que quiere que pongamos pasteles sin azúcar porque tiene diabetes, otros pasteles sin lactosa para algunas que padecen de eso y otros sin gluten porque no lo asimilan y, claro como  son amigas suyas y de mi madre – desde cuando estuvieron en el colegio de las monjas - no tengo más remedios que acceder a esos pedidos y, ni te hablo de la cerveza… Imagínate… Hacen parte de un Comité contra el Alcohol y…

-        Montse…no me deja decir nada.

-        … claro, imagínate, no me puedo negar y  con todo esto,  están los quehaceres habituales, el piso, el trabajo y el vestido que necesita algunos que otros arreglitos y  sin hablar…

-        Montse…

-        … de mi padre. Te diré que, este fin de semana, se quiere marchar para un viajito y mi madre le ha dicho, ¡ni hablar de la peluca!...  no es el momento y más cosas – no es que no quiera que se lo pasen bien, se lo merecen – bueno se han peleado y mi padre se ha marchado al pueblo con su hermano y mi madre esta hecha un basilisco y…

-        ¡MONTSE!

 

Otro silencio.

 

-   ¿Qué? ¿Qué pasa?

-        Mi cielo, ¿por qué no dejas a tu madre y a tu tía Merchito ocuparse de todas esas cosas? ¿No era eso lo que convinimos?

-        Si, si, claro pero…

 

Confieso. Estas cosas de los preparativos de boda me han traído sin cuidado desde el principio. Es como de mi parte un acto de cobardía o de machismo o, como mucho, de bravata. El resultado de mi actitud es Montse. Montse en este estado de nervios y de sollozos histéricos.

 

-        Montse, cariño, no te pongas así… Son detalles y …

-        ¿DETALLES? Tú, no has escuchado a mi tía Maria Asumpción, como me ha hablado, sus exigencias como si… como si… como si fuera yo una sirvienta…

-        No. No pienses eso. Es mayor y…

-        ¿MAYOR? Si tiene 58 años como mi madre…

-        No, no quería decir eso, Montse, mi cielo…

 

Ha colgado. Tengo la sensación de estar en una ratonera con una muralla china rodeándome. Necesito un descanso y rápido.

 

 

 

 

12.

 

Estoy sentado en la barra. He saludado por doquier sin mucho afán. De hecho, no tengo ganas de hablar ni de comentar nada.  No ha llegado todavía mucha gente en el local. Lo prefiero. Juan, el hombre que me hizo compañía la otra vez, está hablando con un paisano suyo, supongo. Mejor. Montse me tiene preocupado y me estoy preguntando si no debería  volver ahora mismo. No es propio de ella. Desde que la conocí pude comprobar su manera de ser. Serena, sosegada, juiciosa con sus momentos de locuras, claro, pero siempre tranquila.  Y ahora… Un alarido me saca de mis pensamientos. Dos hombres de mi edad más o menos se están peleando.

 

 

-        Pero so pedazo de chalao… No te da’ cuenta que te está ninguneando ese…

-        ¡Ya’sta otra ve’! Saca’ qua palabra… Pero, es que voy a tener que charla contigo buscando palabra en el diccionario al mi’mo tiempo o, ¿qué?

-        ¡Que no t’entera, so inculto! ¡Que eso se llama cultura!  ¡Será burro el bestia éste! ¡Anda! ¡Que si tu abuelo era cateto, tu lo eres mil vece’ má’ qu’el!

-        ¡Oye, no te meta con mi abuelo, hé! ¡Que mu’ honrao era y trabajaó ya quisiera tú! Y eso de lo que dijiste anté’, pa que t’entere… Aquí desde to’a la vida s’ha dicho: “este pasa de ti” y to’l mundo s’entera, ¡so chalao! ¡Pero que repipi t’ha’ puesto! Y no te pase de listo que pa’ eso estaba mi suegra que se las sabía toa…

-        De listo, no. ¿Qué pasa? Que, por qué tú siempre ha sido un analfabeto desde que naciste, ¿to el mundo tenemos que ser igua’ que tú?…

 

Me quedo algo perplejo. Entre cada frase intercalan algunos que otros puñetazos sobre la barra. En el bar un silencio sospechoso se ha desatado. Todos están pendientes como si de un espectáculo se tratara. Paco, el dueño, pone dos vasos encima de la barra. Parece leche.

 

 -        Horchata.

 

 Me he sobresaltado. Juan se ha reunido conmigo y no lo he oído aproximarse.

 

 -        No s’apure. Estos dos siempre andan igual desde que nacieron. No paran de pelearse pero eso no es na’. El día que no se peleen estarán peleados a muerte y entonce’…

 

 Juan hace un ademán con la mano como si fuera algo de horrible y temible.

 

 -        ¿No lo vé’? La horchata los calma.

 

En efecto, los hombres parecen más relajados. Las conversaciones se reanudan mientras el local se va llenando poco a poco. Paco enciende la pantalla. Las conversaciones se hacen generales. Tengo mi descanso. Me voy a quedar un poco más en este pueblo hasta que tenga algunos datos más. Montse… Montse lo entenderá. Tiene que entenderlo.

 

 

 

 

13.

Esta ruta no es práctica. Las cuestas son pendientes casi verticales, las curvas agudas, casi en V, cerradas y la vista es deslumbrante. Unos pinares altos y fornidos se mecen en un leve viento y juegos de luces solares cortan las ramas como cuchillos rutilantes. El silencio vagabundea por doquier y una extraña serenidad enlaza mis nervios crispados para llevarlos vía a una próxima relajación. Lo agradezco de verdad. La tensión amenazaba esa tranquilidad que siempre he sentido a lo largo de toda mi vida, sin fallar en ningún momento. Es una sensación extraña para mí de sentir esa turbia presión agarrotándome buena parte de mi cuerpo y de mi mente. Puedo respirar hondo y lo hago. Me he parado algunos minutos para poder recobrar esa paz interna que siempre he sentido y lo logro por fin. Algunos susurros de hojas bailadoras se escuchan por ambos sitios como ecos leves y dicharacheros de la propia naturaleza. Me gusta. Suspiro largamente sacando los últimos estragos de mi inquietud y reanudo el camino. Llego delante de unas verjas que cierran un sendero bien cuidado. Unas cuantas plazas de aparcamientos se encuentran a la derecha de esa puerta metálica donde pongo el coche. Voy lentamente hasta un timbre. Pulso el botón. Una voz sale de un pequeño altavoz.

 

-        ¿Si?

-        Hola. Soy Diego Ferrán Gómez y he llamado esta mañana para anunciar mi visita.

-        Si. Ahora le abro. Coja Usted el sendero hasta el final y ya le atiendo.

 

Las puertas metálicas se abren con poco ruido delante de mí. Camino por el sendero que delimita un jardín bien entretenido. Aparece una casona grande, blanca con ventanales cerrados por verjas y provistos de macetas florecidas. Algunas terrazas cubiertas rodean la casa. Una mujer vestida con falda negra y camisa blanca me espera delante de una puerta de madera labrada. La mujer me sonríe, amena.

 

- Buenos días. Soy la Hermana Jacinta.La Madre Superiora, María, le va a atender. Sígame por favor.

 

Entro en la casa. Subimos una pequeña escalinata hasta una antesala donde me pide que espere mientras avisa a la Madre Superiora. La sala es pequeña, sin lujos, con un crucifijo de aspecto antiguo. Una mesa. Unas sillas. Me quedo en pie. La hermana entra en la sala, al poco rato.

 

-        Señor Ferrán Gómez, sígame por favor.

-        Gracias.

 

Entro en un despacho con mucha claridad y de un orden casi espartano. La Madre Superiora viste de igual manera que la monja salvo por una gafas que penden de un cordón dorado sobre su pecho.

 

-        Buenos días, Señor Ferrán Gómez. Siéntese  por favor. ¿En qué le puedo servir?

-        Buenos días. Disculpe por las molestias, pero el Señor Ramírez López, de la notaría, me ha aconsejado venir a verla. Mi abuelo Guillermo Martínez ha derribado la casa donde vivía y dio instrucciones para que sus pertenencias fueran dadas a su orden y me gustaría saber si han guardados algunos documentos o fotos de los efectos personales de mi abuelo porque…

 

Me tengo que parar de hablar algunos breves instantes porque he sentido mi voz quebrarse inopinadamente. Carraspeo para quitarme esa raspadura que enronquece mi voz y lo intento otra vez.

 

-… porque quisiera tener algo… algo que ha pertenecido a mi abuelo…

 

La Madre Superiora me mira con mucha dulzura y veo una infinita compasión en su rostro, aun joven todavía.

 

-        Veo que el Señor Ramírez López no le ha dado todos los detalles de las instrucciones dejadas por su abuelo. De hecho… su abuelo dejó por escrito que se quemaran todas las cosas de índole personal como fotos o cartas u otros objetos semejantes.

 

Enmudezco. No soy capaz de reaccionar.

 

-        Su abuelo no era un hombre fácil de entender. No lo he conocido personalmente, pero si lo suficiente para saber que no era simple. Hemos recibido sus pertenencias y todavía no hemos tenido la oportunidad de adjudicarlas a nuestras obras. Si Usted lo desea puedo dejarle con estas pertenencias algunos minutos para que pueda mirarlas y si lo desea llevarse algunas.

 

La mujer se levanta, digna y seria.

 

-        Sígame por favor.

 

Abre una puerta que da a su despacho y entramos en una sala parecida a la antesala donde estuve esperando unos breves momentos. Sobre una mesa de roble ancha, maciza y larga unas cuantas cajas de cartón están depositadas.

 

-        Si me permite, le dejo. Volveré dentro de algunos minutos.

 

Cuando voy para darle las gracias veo que ha cerrado la puerta dejándome a solas con las cajas. Un olor indefinido asalta mi nariz cuando empiezo a abrirlas. Las dos primeras están llenas de ropas. Ropas de mujer y ropas de hombre bien planchadas, ordenadas con un olor a limpio. Las dos siguientes están llenas de cacharros de cocina, vajillas y otras cosas de ese estilo. Otras tres más están llenas de sabanas, un ajuar entero por lo visto. De las siete cajas que quedan una tiene lo que deseo, lo que anhelo. Cartas cerradas por gruesos elásticos desgastados, documentos antiguos amarillentos, algunos con roturas, rasgaduras y agujeros y hasta algunas manchas de origen desconocido y hechas por el paso del tiempo. Y ahí están. Siete álbumes de fotos. Los he contado, cuidadosamente. Aparto el cartón y miro con rapidez el contenido de las otras cajas, pero veo que nada tiene que me pueda interesar. Cosas de la casa, de lo cotidiano. Cada caja esta cerrada y las dejo ordenadas como las encontré salvo la que pienso llevarme. La que quiero llevarme. Las piernas se me vuelven endebles como flan y me dejo caer sobre una silla que con un breve crujido asume el peso de mi cuerpo partido por la emoción. La puerta se abre a mis espaldas y siento a la Madre Superiora entrar sigilosamente en la sala. Se sienta en una silla frente a mí y cruza sus manos. Su mirada sigue compasiva y dulce.

 

-        Veo que Usted ha encontrado una caja que se quiere llevar. Me alegro.

-        Si… si…

 

No se que decir. La mujer se levanta con una leve sonrisa suave y compasiva. Atropelladamente guardo todo en la caja. No pesa mucho cuando la cojo. La Madre Superiora me abre otra puerta que da sobre la escalinata. Me vuelvo hacia esa mujer. Tengo el impulso de darle la mano pero me reprimo, pienso ¿Se puede hacer tal cosa?

 

-        Quiero… no sé que decirle. Muchas gracias Madre… Yo… Es importante… Gracias…

 

Las palabras salen torpes de mi boca. La mujer me sonríe.

 

-        Vaya Usted con Dios Señor Ferrán Gómez. La hermana Jacinta lo llevará hasta la entrada de nuestro convento.

-        Y usted también Madre, quede con Dios.

 

Empiezo a bajar las escaleras con paso incierto. Miro hacia lo alto cuando llego abajo, pero la Madre Superiora ya no está. Suspiro levemente en un suave jadeo. El camino de regreso hasta el pueblo lo hago sin reparar en nada que no sea la carretera. Voy aturdido por dentro, atento férreamente por fuera. No es el momento para tener un accidente. No es el momento.

 

 

 

 

14.

 

No sé como he vuelto a la pensión. La caja estaba al lado mío en el coche como un pasajero enigmático. Mis ojos se iban constantemente sobre ella sin poder remediarlo. No sé como no he tenido un accidente.  ¿Un ángel de la guarda? O, ¿un ángel para los insensatos? Llegué con la caja a cuesta y me alegro de no encontrarme con mi anfitriona. Es poco discreta y me hubiera preguntado y, ¿qué decirle? o, ¿qué no decirle? La caja está sobre mi cama. El colchón de las miles maravillas, según la Señora Carmen… El móvil lanza un pitido. Un mensaje. No le hago caso. Estoy en una conversación absurda con una caja de cartón llena de recuerdos desconocidos. ¿La abro? ¿No la abro? Estoy hecho un lío. Esto es absurdo. Me siento sobre la cama. Una angustia difusa recorre mi cuerpo como un vendaval. Gotas de sudor recorren mi piel. Abro la tapa. Otro silbido sale de mi móvil. Otro mensaje. Veo el paquete de cartas, los álbumes de fotos. Pienso… Pandora. Soy Pandora y tengo un miedo oscuro. Esto es absurdo. No puedo. Voy a atender los mensajes. Más tarde tomaré conocimiento de estas fotos. Mucho más tarde.

 

-        ¡DIEGO! 

 

Montse. Dudo que sea una llamada agradable.

 

-        ¿POR QUE  no atiendes a mis llamadas? ¿NO quieres saber nada de mí? ¿ES ESO?

-        Mi cielo, Montse, por favor… claro que no, pero estaba en camino de…

-        Las tuberías de la sala de baño del piso se han roto, por lo visto, y ahora dicen que no pueden venir hasta la semana que viene, pero ya tengo previsto de preparar las habitaciones y…

-        ¡MONTSE! POR FAVOR… por favor, lo siento… pero no puedo hacer nada…

-        No te lo estoy pidiendo, pero te necesito y te echo tanto de menos…

-        Pues, entonces, reúnete conmigo…

 

Un silencio estupefacto contesta a mi propuesta. No lo he pensado pero está tán… tán, ¿no sé?

 

-        Pero, Diego… Como quieres que venga con todo lo que queda por hacer antes de la boda…

-        Si, claro, lo siento, claro…  yo también te hecho de menos…

-        Si. Lo sé. Pero, ¡tenemos que ser fuertes! Me voy a poner manos a la obra y encontraré un fontanero esta misma semana. Tú no te preocupes de nada, yo me hago cargo de todo. Bueno, te dejo. Te tengo informado. Besitos, mi amor.

-        Besito, cielo mío.

 

No entiendo a las mujeres y a Montse, menos. Tengo un respiro. Menos mal. Encontramos el piso. Estaba involucrado, en aquel entonces, en un proyecto laboral de mayor envergadura para mí. Uno de estos proyectos que denominan “aprovechar su suerte”. Lo hice. Hubiera podido fallarme este encargo. De hecho, tres empresas de mayor fama que la nuestra no lo habían logrado. Cuestión de suerte también o de instinto. No creo en estas cosas, pero si creo que puedo conseguir mis metas. Eso debe ayudar. El resto, mucho trabajo y dedicación. Soy bueno y lo sé, pero ni lo pregono ni lo valoro a tope. Lo sé y actúo tal cual. Me alegré de llevar a cabo este trabajo. La empresa también, ya que tuvieron que volver a las antiguas usanzas en todos los servicios de la empresa. Papel, bolígrafos, fotocopias, búsqueda en los archivos e histeria colectiva. La tarea de esta empresa es de promover los avances tecnológicos. Estar sin ordenadores era un suicidio empresarial a largo plazo. Estuve liado cinco días casi completos. Encontré los fallos y el problema y de paso la hice cliente permanente mía.  El piso es todo lo que deseamos Montse y yo. Ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Justo. A medida, diría yo. Tiene espacio para moverse. Tiene espacio para ampliar la familia como previsto, sobre todo en los proyectos de Montse, si soy sincero. Está cerca del trabajo temporal de Montse y también del mío. El barrio es tranquilo con bastantes almacenes alrededor. Es el lugar perfecto para nuestro futuro común. Me siento angustiado. Odio este sentimiento. El móvil lanza su pitido agudo. Una llamada. La atenderé. Es de Ricardo. No me dejará tranquilo hasta atenderlo.

 

-   ¡Hé, tronco! ¿Dónde te has metido? ¿De viaje de novios sin la novia?

 

Ricardo. Mi testigo de boda. Mi mejor amigo y el más viejo de todos mis amigos. El que piensa ser gracioso y no lo es del todo, ¡no!

 

-        No te hagas el gracioso, Ricardo.

-        ¡Uy! Te he tocado la vena irritable, ¿no?

-        Ya…

-        Oye, que te llamo porque ya sabrás que te casas, ¿no?

 

Se pone a reír, el muy idiota. Si no fuera por el corazón de oro que tiene…

 

-        Bueno, tronco… La despedida de soltero está en marcha. He reunido a toda la pandilla. Te vas a alegrar, tronco…

 

De eso nada. Conociéndolo, dudo mucho de pasar un momento feliz. Fuera de lo común, desde luego. Ricardo tiene la mente más retorcida del mundo entero.

 

-        ¡Hé! Diego… Venga, hombre, ánimo. ¡Ya queda poco para que empiece el infierno matrimonial!

 

Otra risa. Suspiro para mis adentros. Si no cuelga él, le cuelgo yo.

 

-        Bueno, tronco. Tú, a lo tuyo, yo a lo mío y ya nos vemos.

 

Ha colgado. La mejor manera de hablar con Ricardo es mandarle un mensaje en su móvil o en su ordenador. No deja a nadie tomar la palabra. No recuerdo quién inventó el móvil. ¡No le doy las gracias! 17 fotos. Los siete álbumes contienen muchas fotos. La mayoría de ellas son de las niñas, estas dos “tías” mías desconocidas. Fotos de estudio, fotos tomadas con mucho cuidado porque valen mucho para el que las tomo en su tiempo. Algunas fotos de desconocidos, familiares míos, quizás. Extranjeros para mí. Sin sentido, de todas formas. Me he quedado con 17 fotos. Están sobre el colchón magnifico. Estoy dando vuelta. Me crujen los huesos de tanto dar vueltas. Me truena el estomago y las tripas. He estado mirando las 17 fotos, detenidamente.  Tres representan una pareja en traje de novios. El hombre es grande, delgado, una expresión neutra, enigmática sobre las facciones. La mujer es pequeña, fina, una cara delgada, unos ojos inexpresivos salvo en una de las fotos donde mira hacia su marido. Hay en esa foto como una chispa de… adoración o devoción, diría yo. Esa foto delata más de lo que delatan las fotos hechas en estudio. Una foto muestra dos adolescentes riéndose, felices, cómplices en la alegría. Estoy sorprendido de verla ahí. ¿Un olvido de su abuelo en su afán de destrozo integral? 10 fotos son realmente antiguas. Cada una representa a hombres y mujeres de antaño. ¿Antepasados míos? Difícil de decirlo así de cuajo. 4 fotos representan la madre y las hijas delante de la casa. La casa, la qué es hoy un solar. Esas me interesan más que las demás. Las miro y remiro, una y otra vez, imaginándome como era. No lo consigo. Debo comprobarlo. Me levanto, cojo las fotos, mi chaqueta, abro la puerta de la habitación y mi móvil suelta el dichoso pitido. Un mensaje.

 

“Mi amor. Tuberías sala de baños arreglados. Yamo mañana. T dejo. T xtraño. xxx Montse”

 

 

 

15.

 

El solar sigue en pie. O, mejor dicho, yo sigo en pie y el solar árido, vacío.
Tengo en mis manos las 4 fotos de la casa.  Las alineo encima de una enorme piedra situada en frente de lo que fue la casa. Mi mirada viaja sin tregua de las fotos hacia el solar. Me imagino lo que fue la entrada. Una puerta de madera curtida y hecha para resistir a todos los  acontecimientos de la historia y del paso del tiempo. Vislumbro parte de la primera planta, su fachada blanca con unas ventanas con rejas, típicas de estos parajes. Algunas ramas sueltas cuelgan fuera de las rejas dibujando sombras sobre los muros encalados. Me pongo a pensar. Me siento al lado de la piedra. El día esta soleado. La piedra ha guardado el calor de los rayos solares. Hace un poco de fresco. Una leve ventisca ronda por las calles. El cielo esta de un azul brillante y puro. Miro las fotos más detenidamente. Una de ellas esta tomada desde abajo. Solo se ve las caras de las protagonistas. Mirando bien se puede divisar el empiezo de la segunda planta. Por encima debía haber una azotea. La segunda planta tiene ventanas sin rejas. Un poco más pequeñas que las de abajo, pero con unas persianas de madera gruesa. Es poco común por estos pueblos. Supongo que las pondrían por el sol cegador del verano. Sigo imaginando, pero se me da bastante mal. Me pregunto si Photoimpact o PaintShopPro  los dos procesores de las imágenes más conocidos en versión profesional   podrían ampliar los detalles de las fotos. Tendría una visión más amplia de lo que fue la casa o, eso espero.

Tengo que pedírselo a Bartolo. Es fotógrafo profesional y conoce todos los procesores de imágenes de la red, más uno o dos perfeccionados por él. Así y todo, la imaginación es la que me puede dar una imagen más real de esta casa. Suspiro largamente. Dejo caer mi cabeza hacia atrás contra la roca dura y fuerte. Mi mirada se pierde en el cielo. El silencio me envuelve. Es momento de tregua. El móvil calla. Los recuerdos fluyen. En mi niñez, nunca preguntaba nada y tampoco de mayor. Que mi madre fuese soltera, que mi abuela ídem, aunque su soltería era llamada viudez, no me parecían hechos extraños.  Mi abuela era una viuda eterna. Lo asumía sin más reparo. Una noche, tendría unos 8 años, me levanté de la cama. Tenía sed, cogí un vaso de agua, pero no llegué a tomármelo. Mi abuela y me madre discutían en la salita contigua a la cocina. El tono era áspero, lleno de acritud, cargado de furia y de resentimientos por ambas partes.
 

-          ¿Por qué lo haces, niña? La soledad es muy mala si no es deseada. Pedro no es mala  persona y es el padre de tu hijo.

-          Y siempre lo será, pero no siento nada por él y lo mejor es separarnos.

-          ¿Lo mejor para quién?

-          Para los dos. ¡No te metas mamá! ¡No sabes nada de mi matrimonio! Decidiste quedarte “viuda” sin importarte mis sentimientos. ¿Qué crees? Me hubiera gustado tener un padre o, por lo menos, conocerlo, aunque pasará lo que pasó. Claro, ¡Eso era demasiado pedir! Me hiciste “huérfana de padre” sin jamás consultármelo.  Javier, tu eterno “cortejador”, hubiera podido ser un padre puesto que el otro…
 

 Dicho aquello, mi abuela lanza un alarido ahogado. Estaba en una especie de trance. El rostro pálido, el cuerpo rígido, estupefacta. Tuve el impulso de abrazarla para sacarla de ese estado, pero recobró enseguida la compostura.
 
-   Lo siento en el alma, Emilia. Lo siento mucho más de lo que crees o quieres creer. Esa noche allí me quede muerta para siempre. Tuve que seguir viviendo. La única chispa de vida que he tenido desde entonces has sido tú.
 

Mi abuela salió de la cocina. Paso a mi vera. Ni me vio. Parecía más que nunca una sombra entre las sombras. Mi madre se dejó caer sobre una silla. Rota. La sentí partida como un juguete. Volví a la cama. No entendí mucho, salvo que las cosas no eran tan simples. El viento ha parado y el sol calienta la piedra. Me siento a gusto sentado aquí. Un poco apartado, perdido en ningún sitio, vagando.
 
-   ¿Qu’hace usté sentao ahí?  Con el frío qu’hace. Venga usté a mi casa que le sirvo un cafetito… ¿Ha comio usté? ¡Le pongo una tapita de argo!
 
La mujer, vecina de mi abuelo, me mira con el ceño fruncido. Parece no entender lo que hago aquí. Si le sirve de algo, yo tampoco. Por los menos no del todo. La mujer se acerca a la piedra y ve las fotos.
 
-   ¡Ah!, pero si son las fotos… Me acuerdo cuando la’ tomo su abuelo… 

La mujer las coge y hace ruidito con la boca entre algunas interjecciones inaudibles.
 
--   Pobres niñitas… Eran de buenas… Venían a mi casa… Le daba algunas chucherías… No mucha, no eran tiempos muy buenos, todavía… Soledad, la madre de las niñas, era muy tímida y creo que temía un poco a su abuelo… No era mala persona pero ya sabe usté… Un hombre imponente, poco hablador, no se sabía lo que pensaba… Bueno… Venga usté conmigo que le cuento… Aquí no se puede estar con este viento… Este poniente nos pone bien…
 
La sigo. Me siento confuso y no estoy seguro de querer ir a su casa, pero es tan amable.
 
--      Entre, entre… ¡Siéntese! ¡Póngase cómodo! Voy a prepararlo to’ y ahora vuelvo…
 
Me deja en un salón muy bien cuidado. Escucho algunos sonidos en la cocina. Los muebles son antiguos, pero muy bien conservados. Veo fotos por doquier, en las paredes, en mesitas redondas, en cada rincón. Las hay de todo tipo, antiguas, nuevas, digitales. El estilo de la sala es una mezcla sutil entre moderno y antiguo.
 
- Aquí‘stoy…


 Deposita una bandeja con comida y bebida. Me siento confuso.
 
-  Venga, le sirvo. A su eda’ tiene que come’…
 
La mujer me sirve café y un plato con piquitos y tapitas de fiambre. Jamón, chorizo, queso. Todo con muy buena pinta.
 
-  ¡Coma, coma! Mientras le voy contando. Soledad, la mujer de su abuelo, me invitó un día a su casa. Su abuelo no estaba. La casa era grande, con un patio interior. Me llevó hasta la cocina, muy grande también, y después en un salón, por cierto, muy hermoso.  No subí arriba. Eran las habitaciones. Se hicieron muchos trabajos cuando su abuelo volvió al pueblo con su muje’. Ella no era de aquí, pero era mu’ buena gente. Traeron muebles de mu’ buena caliá’. En fin, por lo visto, su abuelo tenía dinero…
-  ¿En que trabajaba?
-    No lo sé mu’ bien. En cosas de negocios, digo yo… pero mire usté, en aquellos tiempos  no se preguntaba na’. Su abuelo tenía relaciones, gentes de dinero, de poder… No puedo decir na’ en contra. A mi, no me hizo na’ malo… pero ya sabe usté como son la’ gente’… Alguno’, cuando llego la democracia, dijeron cosas… Ya sabe usté…  ¡Coma, usté, venga!
-  ¿Que cosas?
-   La’ de siempre… Ya sabe usté… Lo que se dice después cuando cambian los tiempos… Pero, bueno, eso pasó y lo pasado, pasado está… Y su abuelo está muerto como su muje’ y sus hijas… Fue un buen marido, un padre mejo’ todavía. Eso es importante aunque no le sirvió de mucho… Se dijo mucho despué’… “Castigo de Dio’” y cosa así. Yo no le puedo deci’… En estas cosas, nunca me meto… Anda, cómaselo que yo con la diabete’  no puedo comé na’… Eso es pa’ mi nieto cuando viene que le gusta mucho y… aunque su madre… mu’ buena madre por cierto… pero é de esa que dice que los niño’ deben comé cosa’ sana’, sin grasa… to’ esa’ cosa’ que se comenta en la tele… Pero, vamos a ver, que tiene de malo chorizo, queso y jamón, digo yo… En fin, ella sabrá… Los tiempos cambian. Lo que fue bueno ante’, ahora no lo e’ más…
 
El móvil suena. Es tiempo de marcharme. ¿Debo alegrarme de pasar esta hora sin llamada?
 
-    Disculpe.
-    No. Si lo entiendo. Conteste. Voy a poner todo en la cocina. Usté como en su casa…
 
La mujer, Pilar, coge la bandeja donde ha puesto platos, cubiertos y tazas. Con una sonrisa, sale del comedor.
Abro la tapa pero la llamada se corta. Mi madre. Pulso algunas teclas. Escucho el sonido de llamada.
 
-  Mama ¿Has llamado?…
- Si. Si… ¿No te molesto?
 
Me dan ganas de tirar el teléfono cuando se pone así.
 
-    ¡No! Y, ¡lo sabes!
-     Perdona… Es que… Bueno… ¿Cómo estás?
-      Bien. No te preocupes.
-     ¿Cuándo vuelves?
-     Dentro de unos días. 3 como máximo.
-     Ah, muy bien… muy bien…
-     ¿Mama?
-     Si… Bueno, verás… Tu padre me ha llamado… Quiere venir a la boda… pero claro, eso es elección tuya… Por mí… Ya sabes, lo que tú digas, yo me conformo… Le he dado tu número de móvil… ¿He hecho bien?
 
Mi padre tiene mi número. Mi madre no lo sabe como no sabe que sigo manteniendo desde los 17 años contactos con mi padre. No muy a menudo. A sus espaldas. Nunca he encontrado el momento de decírselo. La cobardía hace un buen paripé, a veces. El pudor es más difícil de explicar. Suspiro. Mi madre no es tonta. Puede que lo sepa. o  no. Ella es maestra en el esquivar lo que no le interesa saber.
 
-    ¿Diego?
-    Si… Has hecho bien. Si estas completamente segura que no te molesta… Me parece bien que venga…
-    Claro que no me molesta. ¡Faltaría más! Hazlo como veas. Es tu padre al fin y al cabo.
 

Me ha colgado. No la entiendo. Y, no es cosa de que sea mujer y yo hombre. Es cosa que nunca he entendido sus propósitos, sus sentimientos, sus posturas. Ella nunca me ha explicado nada sobre  sus relaciones con mi padre, como si las cosas fueran así de naturales. Para ella, quizá. Para mí siempre fue un misterio ineludible. Si por lo menos la sintiera feliz, acorde con sus decisiones. Pero no lo está y dudo que lo haya estado jamás..
 
-    ¿Qué? ¿To ‘sta en orden?
-Si, claro… gracias.
 
Pilar ha vuelto. No dudo que estuvo pendiente de mi llamada. No se lo puedo reprochar. Me levanto. Es tiempo de marcharme.
 
-    Muchísimas gracias por su invitación. Lo siento, pero debo irme.
-     No, si eso lo entiendo… Pero ya sabe usté… aquí tiene su casa para lo que haga farta…
-     Gracias.
 
Nos despedimos delante de su puerta. Me siento un poco incómodo. Ha sido un momento extraño. No estoy acostumbrado.
 
 

 

16.

 

Estoy en el paseo marítimo. Mis pasos me han llevado hasta aquí. El mar está hecho un platillo azulado, manso, sereno. Estoy hecho un remolino. Mi madre me vuelve loco. Esta manera suya de colgar así… no la entiendo. ¡Otra vez el móvil! Esto es el cuento de nunca acabar.

 

-        ¿QUÉ PASA?

 

Un silencio estupefacto me contesta.

 

-- ¿Mal día?

-        ¿Papa?

-        Si. ¿Estás bien?

-        Si. Bueno… ¡No! Un poco… ¡Ni lo sé siquiera!

 

Una risa brota del teléfono.

 

-        Ya veo… Te ha llamado tu madre.

-        ¿Cómo lo sabes?

-        Es tu madre. Y fue mi mujer… La conozco.

-        Si…

 

No comentamos más. Hemos hablado tantas veces de ella, de cómo es, de lo que ocurrió al tomar esa decisión. Mi padre no contestó a todas mis preguntas referentes a ese tema u a otros. Algunas preguntas debían ser contestadas por mi madre, pero ¿quién se atreve a hacérselas? Nunca tuve agallas suficientes.

 

-        No juzgue a tu madre. Te lo he dicho ya muchas veces. Hizo lo que pensó ser lo mejor para ella en ese momento y, aunque te cueste creerlo, para ti Pero a lo que venía… Cuando la he llamado, para esto de tu boda y de mi presencia en la ceremonia, hemos hablado un poco. Se pone muy nerviosa a la hora de discutir. Lo sabes. Vendré a la celebración de la boda en la iglesia, pero no me quedaré mucho tiempo. ¿Lo entiendes?

-        Si. Creo… Lo siento papá. Deberías estar conmigo ese día, quiero decir todo el día.

-        No. Sabes bien que no.  Eso sería una tensión tremenda para tu madre y ella no es fuerte. No como tú.

 

Lo hemos hablado en repetidas ocasiones. Siento esta decisión como una injusticia. Como todo lo que decidió antes mi madre. Mi padre le ha perdonado. Mejor. Comprendió sus propósitos, sus sentimientos. Estoy lejos de tener esa mansedumbre. Es mi madre. Fue su mujer. Quizás, ahí radican los matices.

 

-        ¿Me necesitas?

-        ¿Cómo?

-        ¿Me necesitas donde estás ahora?

 

Me quedo sin voz. No me lo esperaba.

 

-        No. Si… Bueno, no creo… Ya queda poco para mi regreso…

 

La risa de mi padre. Me entiende. No puedo decir lo mismo.

 

-        Entonces nos veremos en tu boda.

-        Si… gracias por llamarme…

-        Cuídate Diego. Besos.

-        Besos.

 

Ha colgado. No he tenido tiempo de decirle lo mucho que lo siento y lo mucho que le necesito a pesar de los pesare. Estoy tan confuso. Necesito estar a solas. Unos minutos. Unas horas. Apago el móvil. El buzón se encargará de recoger mis llamadas, las perdidas y las otras. Mi madre nunca tuvo marido en el sentido usado habitualmente. Tuvo un compañero, mi padre y, aunque se casaron debidamente, desde el principio mi madre decidió que no necesitaba marido en su vida. Un hombre, a lo mejor, pero no estoy seguro ni quiero estarlo. ¿Por qué? No puedo preguntárselo ni a ella ni a mi padre. No lo puedo simplemente. Cuando tenía 13 años se divorciaron con toda la discreción del mundo. De hecho, hacía años que estaban separados. Ocupaban el mismo lugar, el mismo espacio, el mismo tiempo, casi la misma rutina, pero nada más. Bueno, nada que yo sepa a ciencia cierta y, probablemente me compartían a mí. ¿Qué remedio? Mi padre hizo todos los trasmites. Le era más fácil por ser hombre, digo yo. O, porque es un caballero y un hombre enamorado de una mujer, insegura, con una idea fija… No me quiero inmiscuir en este tema, me resulta penoso. Si pretendieron a mi madre después, no soy quién para hablar de ello y la verdad sea dicha, no quiero saber nada sobre esa vivencia. Es mi madre. Por lo que sé, un vecino fue novio “oficial” suyo. Acudía cuando necesitaba ayuda, estaba presente en los buenos y en malos momentos. Pero para mi madre fue solamente un paripé para luchar contra las ineludibles habladurías del barrio. Mi abuelo no lo hubiera consentido, supongo, por ser un hombre hecho a las antiguas usanzas o, eso pienso ahora. Pedro, el vecino, trabajaba en el ayuntamiento. Buen puesto. Era un hombre discreto, amable, simple y me gustaba. A mi madre, no. A mi abuela, sí, claro. Hubo numerosas conversaciones y peleas a medio tono entre ellas cuando pensaban que yo no estaba a la escucha. El tema no variaba. Mi abuela deseaba para mi madre una vida compartida con un hombre y preferentemente un esposo. Mi madre quería  - y sigue queriendo - una vida sin acompañante fijo. Una libertad ilusoria. A veces, llegué a pensar que no estaba feliz así. A veces, pensaba que había elegido esa vida a sabiendas. ¿Libertad de elección? Pensamientos fugaces atravesaban mi vida sin detenerse. El tiempo me faltaba para entenderlas y también el deseo. ¿Quién puede presumir de entender totalmente los sentimientos de otro ser humano por muy cerca que lo tengamos? Yo no, desde luego. Y, hablando de tiempo, sigo estando escaso de éste. Si no, tengo como testigos estos 64 mensajes llegados en mi buzón de correo electrónico, todos a la espera de una contestación mía. Reviso lentamente los mensajes. Administré, en su momento, el buzón electrónico como lo hubiera hecho una secretaria o un secretario. Los más importantes mensajes en un lugar predeterminado y los demás en otro lugar para cuando pueda y quiera contestarles. Este sistema me permite ganar tiempo. Lo necesito a toda costa. Voy siempre corto de tiempo como todo el mundo al parecer. Echo un vistazo a los demás mensajes. Los leeré y contestaré cuando vuelva a Ávila. He apartado 10 mensajes  que son de la pandilla. Supongo que estos repentinos mensajes son obra de Ricardo. Como si lo viera.

 

-        Oye, ¿te has enterado de la fuga de Diego? ¿No? Pues como te lo estoy diciendo. Se ha marchado para el sur, Montse aquí en lágrimas vivas y con los preparativos de la boda sin terminar. Tronco, si queremos que vuelva para la despedida de soltero tenemos que mandarle mensajes para alentarlo a volver. ¡No vaya ser que se nos vaya por la Vía de  Tarifa!

 

El muy idiota. Si no fuera por el corazón de oro que tiene…

 

El contrato con Salanza sale en pantalla tal como me lo mandó Rafael. Es mi porvenir. Leo cuidadosamente cada párrafo, cada palabra. Esta es mi oportunidad para hacerme un hueco en el mundo de la informática. Una magnifica publicidad si consigo exitosamente llevar a cabo esta tarea. Rafael ha obrado como un maestro, mi maestro en mi vida laboral y también en mi vida en general. El móvil suena. No acudo, tengo demasiado trabajo. El buzón es un magnífico secretario. Las horas van pasando. Ni me percato. Elaboro el plan de trabajo. Siempre lo hago. Me permite visualizar todas las fases importantes de un proyecto antes de empezar concretamente la tarea en sí. Una manera de no hundirme frente a la amplitud de cualquier obra. Han pegado a la puerta. Ni lo escucho. Como repiten los golpes, acabo por escucharlos. Me apresuro a abrir la puerta.

 

-        Ah… Disculpe usted la molestia…

-        No, por favor. ¿En qué puedo ayudarle?

 

Mi anfitriona echa una mirada presuntamente discreta por la puerta entre abierta.

 

-        Bueno… Es que como no bajó usté pa’ come’, le dije a Alfonso: “ Este muchacho no baja y a su eda’ tiene que come’ ”…

-        Lo siento. No he visto pasar el tiempo, pero si le parece voy a buscar un bar para comer algo, no quisiera molestarles a estas horas…

-        ¡Que va ni que viene! Si no hay molestia ninguna… Yo le preparo una cosita y se la come tan a gustito, ya verá’ usté… Le espero dentro de 10 minuto’… ¿Le parece?

-        Sí, claro… Muchas gracias…

-        Na’, eso no e’ na’…

 

Mi anfitriona se marcha con energía. Necesito un descanso y me viene bien. Luego seguiré si me quedan fuerzas. Lo tengo todo bajo control.

 

 

 

17.

 

La cena fue suculenta. Mi anfitriona cocina muy bien y de atenta es un montón.  Me recuerda a mi abuela, siempre andando preocupada por mí. Que si la comida, que si las ropas, que si la salud – “¡ponte la bufanda que pillas un resfriado enseguida!” - que si los amigotes, que si los estudios y tantas otras cosas, todas nacidas de unas mismas ansiedades, dedicación y cariño.

 

-        ¡Que no le pase na’ al niño!

 

En esos momentos le salía la vena andaluza como el lobo sale del bosque cuando tiene que buscar comida y no la encuentra. He vuelto a la habitación con ánimo de acabar mi tarea. Me echo un ratito para visualizar lo que tengo que hacer en primer lugar. El móvil suena. Parece ser que no hay descanso para los trabajadores.

 

-        Diego…

-        Montse, mi cielo…

-        ¿Estas bien?

-        Si y no. Te hecho de menos cada día un poco más…

-        Yo también. ¿Qué haces?

-        Con el ordenador… los mensajes del correo… ya sabes…

-        Si. ¡Algo sé de eso!

-        Ah…

-        Eso mismo digo yo. ¿Sabes lo que ha hecho tu amiguito del alma, Ricardo?

 

No contesto directamente, pero me temo lo peor conociendo al energúmeno.

 

-        ¡Llevo toda la mañana contestando a llamadas que van de “apuradas” a “pura curiosidad” pasando por “histeria” y hasta “palabras de consuelo”! Y, todo por la culpa de ese idiota, cretino, imbécil, chalado, tarado, descerebrado…

 

Esto es lo que me temía. La voz ha corrido como un vendaval, quizá, porque no di explicaciones al marcharme para el sur…

 

-        ¿Quieres que le llame?

-        ¡No! ¡Qué va! Mari Paz ha decidido explicarle personalmente un par de cosas al bueno de Ricardo…

 

Le compadezco casi. La pija con el gracioso. Esto acabara mal. O, no. ¿Quién sabe?   La idea de Montse – no dudo que sea ella la instigadora - es pérfida y me hace reír. Mi cielo puede ser muy maliciosa, a veces.

 

 

-        ¡Diego! ¿Estas escuchando?

-        Si, claro. Y…

-        No he dicho nada a nadie de tu ida. ¡Nada de nada! Esto es asunto tuyo y lo respeto. ¡Que cada cual piense lo que le de la gana!

 

Imagino. Mi madre no dirá nada tampoco por la “mala” costumbre de no decir nunca la verdad. No miente. Sólo no contesta a preguntas o se escaquea de una manera o de otra con tal de no dar explicaciones o justificarse. Toda una vida actuando de esa manera ha hecho de ella un verdadero genio del esquivo verbal. Estoy asegurado de su silencio. Montse no dirá nada porque no le gusta justificarse de nada delante de nadie  y menos por un asunto como este. Y aun menos, todavía, sabiendo lo mucho que significa esta “herencia” para mí. ¡Con buenas se han topado!

 

-        La única que me ha llamado para decirme algo de sensato ha sido mi abuela. Ya sabes como es. No tiene pelos en la lengua.

-        Si.  Veo perfectamente,

 

Montse se ríe y me junto a ella. La necesito tanto.

 

-        Adoro a tu abuela…

-        Yo también.

-        …

-        ¿Cuándo vuelves?

-        Pronto. Quiero averiguar algunas cosas más… Pronto… Te necesito tanto…

 

Montse ha colgado.  Al poco rato me manda un pequeño mensaje en el móvil.

“Yo tbién. Mucho + kda día. ‘Stoy contigo. Xxx. Montse”

 

Le contesto un mensaje muy corto del mismo modo.

 

“ xxx por mil000000… Cdo vuelva. Pienso en ti. En cda momento. Siempre. Diego”

 

La abuela de Montse, Clarisa, conocía a mi abuela. Venía a menudo por mi casa cuando era niño y charlaba un largo rato con mi abuela. Para mí, estas charlas eran cosas de mujeres y no tenía ningún interés en escucharlas. Pensaba: “Asuntos de mayores”. Veía a mi abuela y la de Montse como dos personas muy mayores, casi vejestorios. Todo esto me traía sin cuidado. Hoy pienso que si alguien sabe algo sobre todo este asunto de herencia – descartando a mi madre -  es Clarisa. Nunca dijo algo al respecto ni delató nada, ni siquiera comentó algo en estos últimos años, cuando mi abuela estaba viva, ni incluso después de su muerte. La unión de dos mujeres frente al pasado es inquebrantable. Lo asumo, pero ¿entenderlo? Me cuesta un poco. Este pasado sin desvelar ha sido por el bien de, ¿quién?  ¿Yo?  Supongo. O, ¿por el bien de mi madre? O, ¿por el de Clarisa? O, ¿por el de mi abuela? No lo entiendo. Terminé mi tarea a las cuatro de la madrugada. El cielo estaba oscuro, pero algo pujaba en la lejanía como un golpe de viento o un cambio repentino de tiempo. ¿Quién sabe? El silencio estaba por todas las partes. Pasa el tiempo en un silencio sepulcral. Lo escucho atentamente como si de él pudiera tener algunas respuestas a mi desconcierto. He estado pensando mientras acababa mi tarea. Mi abuela. Soltera, pero con una niña. “Viuda”,  pero sin un marido muerto. Mi abuelo casado y con dos hijas. Una mujer legitima. ¿La ilegitima fue mi abuela? ¿En que sentido? ¿Por qué? He descorrido las cortinas sobre la noche levemente esclarecidas por las farolas aquí y allá. El pueblo dormita con sus vivos y sus muertos. ¿Algunos estarán desvelados como yo, vagando entre preguntas y más preguntas? No tengo sueño. Las viejas costumbres vuelven rápidas. Cuántas horas trabajando en el ordenador sin parar, tan ensimismado, tan feliz también. La tecnología avanza y eso hace avanzar mi labor. Se lo agradezco de todo corazón. Ésta me libera de pequeñeces para estar más tiempo con Montse de día y de noche. Vuelvo hacia la cama. Cojo las fotos. Las miro atentamente. Estos rostros jóvenes, pero envejecidos por la antigüedad de las fotos.  Esas caras tan serias no me cuentan nada. Intento ver algún que otro parecido con mi abuela, mi madre o yo mismo. Algunas tienen algunos rasgos parecidos a mi abuelo. A mí también, puesto que me parezco a él o eso parece. ¿Quién sabe? ¿Quién lo puede saber?

 

 

 

 

18.

 

El móvil me ha despertado. Con él no necesito despertador. No sé que hora es, pero mi cuerpo y mi cabeza saben que es demasiado temprano.

 

-        Mm…

-        ¿DIEGO?

-        Hum… si… ¡Ricardo! ¡Qué sorpresa!

-        Oye, colega… Si me tienes que decir cosas, no mandes a nadie y, menos a la Maripipi esa… Pero, ¡bueno! ¡Que se ha creído esa pija del copón! ¡Está volada de la cabeza!

-        Hola, Ricardo, yo también me alegro de charlar un rato contigo…

-        ¡No te hagas el gracioso, Diego! Te das cuenta que la Maripipi esa me ha puesto en evidencia como si fuera no sé qué...

-        ¡No me digas! ¿Quieres que le hable?

-        ¿Para qué? Si tú ni sabes usar la cabeza de como tienes el coco comido, ¿qué coño le vas a decir? ¡No te moleste, colega! ¡Esa no tiene ni p… idea de quién soy yo!

 

Me ha colgado. Él, sí que no sabe con quién se ha topado. Mari Paz es una persona encantadora,  pero  tratándola de tanto en tanto y preferentemente desde la lejanía. ¡Valiente pareja! Esta boda se esta volviendo un caos. ¿Cómo mi vida? Salgo fuera. Tengo la cabeza pesada como un saco de cemento. Voy paseando lentamente por el pueblo. Coches y gentes pasan a mí alrededor. Es día laboral. Las gentes van y vienen como en todos los sitios del mundo.  La vida sigue. Los transeúntes me saludan. Devuelvo el saludo. El día es calido con poco viento. El cielo azul claro. El sol esta ahí pero no lo veo. Las calles estrechas me lo impiden. Vuelvo hacia el hostal. No tengo ganas de nada. Mientras voy tomando callejuelas y calles llego hasta una plazoleta. Me da por sentarme en un banco. Me siento raro, como encerrado en un cedazo. Ni para atrás ni para adelante, inmóvil por fuera, pero febril por dentro. Una granada a punto de estallar ¿ en qué? Miro alrededor. Veo como las casas se cobijan las unas contra las otras, trazando calles y callejones, quizás sin salidas. Me siento atrapado en esta plazoleta como una mosca en una telaraña intemporal. Si no fuera por las antenas parabólicas en los tejados y por este aire imperceptible de tiempo moderno, podría creerme en otra época. Pienso súbitamente que algunos de mis antepasados se han sentado en este banco en algún que otro momento de sus vidas como yo estoy sentado aquí ahora. ¿Quién sabe?

 

-¿Me permite Uste’?

 

Un hombre mayor con un bastón quiere sentarse en el banco. Me apresuro a deslizar mi cuerpo hacia la izquierda mientras el hombre toma asiento con dificultad. Cojea de una pierna, me parece, y creo haber escuchado el crujido agudo de un hueso al sentarse.

No digo nada. El tiempo trascurre. No tengo conciencia de eso. Sigo en este estado extraño, ensimismado, fuera del tiempo, hasta que la voz apagada del anciano me devuelve al presente.

 

-        Uste’ no es de aquí, ¿verdad? Si lo fuera sabría de quién es uste’, aunque su rostro me suena a alguien…

 

Esas palabras quedan en el aire unos segundos eternos, como si de repente pintaran en el espacio un rostro invisible.

 

-        No. No soy de aquí. Bueno no totalmente…

 

Un niño corre hacia nuestro banco.

 

-        ¡ABUELO, ABUELO! Mama te esta buscando y yo también.

-        Pues ya me has encontrao’, Carpanta…

             

El hombre hace una mueca, media de desagrado, media de cariño infinito. Alza con sumo cuidado su cuerpo hasta quedar de pie. Atropelladamente me levanto para ayudarle. Cuando nos encontramos de pie me mira la cara y, aunque es de estatura más baja que la mía, sus ojos consiguen clavarse en los míos.

 

-        Guillermo Martínez tenía los mismos ojos que Uste’ jovencito, pero no la misma mirada. Tenía una mirada hambrienta y temerosa.

 

Me quedo parado, estupefacto.

 

-        ¿Usted sabe algo?

-        ¿Saber algo? Siempre se sabe algo, pero saber lo que Uste‘ quiere saber, eso no lo sé.

-        Pero… lo que sea… Si me puede decir algo, lo que sea…

-        ¡ABUELO! Mama te va a mata’ si no vienes y yo también…

 

El hombre sonríe levemente.

 

-        Ya nos veremos. Suelo venir cada día aquí  para matar algo de tiempo… El que me queda.

Se aleja algunos pasos y echa a andar lentamente repiqueteando, con la punta de su bastón,  la calle empedrada. El nieto lo lleva de la mano como la proa de un barco. Me dejo caer sobre el banco. Alguien ha tirado de la manta. Por fin.  No sé lo que he estado haciendo todo el día. De aquí para allá, sin rumbo ni tumbo, como una pelota que va rondando y rebotando sin saber a dónde va. He recorrido todo el pueblo. Al final llegué hasta el paseo marítimo. El mar está placido, el cielo de un azul compacto y unido, la arena fría y húmeda. Miro hacia delante. El horizonte. No veo nada, estoy esperando algo. Debería coger el coche y largarme. Los preparativos de la boda siguen su camino. Las llamadas no paran de llegar a mi móvil. Familiares, amigos. Mi madre ha llamado. La siento inquieta como alguien que sabe mucho, pero que no quiere decir nada. El silencio contesta siempre a mis plegarias y a mis preguntas informuladas. Ha colgado sin más.  Su inquietud es patente para mí. No he dicho nada de lo que ocurre aquí, de lo que me ocurre a mí. Nada que pueda ayudarle con esa congoja suya. Mi actitud es como una forma de castigo. Lo sé. Ella también. Mi amor hacia ella compite con este sentimiento de rencor, de desasosiego, de pesadumbre incrustado en mi mente. ¿Quién va a poder más en este extraño combate de sentimientos? ¿Ella? ¿Yo? O, ¿mi abuelo muerto? El móvil suena. Montse se ha encargado de contestar a las preguntas sin decir nada en concreto, pero quitando con finura las inquietudes albergadas por ambas personas. Claro, siempre quedan algunos que quieren saber más. Puro morbo. Montse sabe lidiar de lo lindo con esto. No contesto a las llamadas que van llegando. Lo hará mi fiel contestador. El sí que sabe cómo atender a los intrusos. Las horas pasan. El tiempo parece inmóvil. Todo parece girar en mi entorno como la vida misma. ¿Me he vuelto como el pensador de Rodin? ¡Que broma más improbable! ¿Detenido en el pasado?

 

 

 

 

19.

 

Me levanto pronto. Mi sueño ha sido un campo de batalla con figuras, sonidos y hasta colores. Esto último me ha llamado la atención. ¿No se sueña en blanco y negro como las películas antiguas? Me siento molido, sin descanso y más inquieto que nunca. Mis anfitriones me han hablado de cosas triviales mientras desayunábamos los tres. Los he sentido atentos, preocupados a la escucha de mis palabras. Se lo agradezco de veras, pero me resulta difícil corresponderles de la misma manera. Me resulta imposible en estos momentos  preocuparme por los demás.  He salido del hostal sin apenas despedirme, preso de una necesidad ansiosa. Ha llegado la hora, ¿de qué? Me siento en el mismo banco donde me senté ayer. Miro a mí alrededor. Me siento febril, irritado y al acecho. ¿Vendrá? ¿No vendrá? ¡Que angustia! Me levanto del banco para irme cuando oigo venir hacia mí el repiqueteo del bastón. Ya viene. Suspiro largamente. Me seco el sudor de la frente. Esto me está sacando de quicio. Cuando llega a mi lado, espero a que tome asiento y me deslizo a su lado. Me sonríe amigablemente mirándome el rostro y atisbo en esa mirada una chispa sabia. Sabe lo que me está ocurriendo, o lo intuye, y lo comprende. Me sereno de inmediato. No estoy solo en esto. Alguien me acompaña en mi desconcierto.

 

-        Buenos días.

-        Buenos días. Le veo algo cansado jovencito. ¿Mala noche?

-        Si.

-        Ya veo. Las preguntas sin respuestas traen eso a veces. No siempre. Le voy a contar cosas, pero no sé si eso le ayudará. Tal vez…

-        Si me puede hablar de mi abuelo,  y creo que si, se lo agradecería,

 

El hombre me sonríe con algo de perspicacia.

 

-        De acuerdo.

 

El hombre calla un momento. Sus manos se apoyan sobre el bastón, la mirada perdida en el pasado, seguramente.

 

- Guillermo Martínez era dos años mayor que yo. Mi padre me puso a trabajar a muy temprana eda’ porque decía que tenía que aprender a currar. Decía también que tendría que aprender argo má’, un oficio tal vez o, por lo menos, más cosas ya que él nunca supo ni leer ni escribir. Sabía escribir su nombre, su apellido y poco má’, con una escritura laboriosa y temblona por el esfuerzo solicitado. Era un hombre tradicional, chapao’ a l’antigua, y  un poco moderno para ciertas cosas, por así decirlo. En esos tiempos rondaban ideas traídas por los “intelectuales” como decían los chismosos. Tuve la suerte de tener un maestro que entendía de enseñanza y, para su desgracia, de política también. Lo fusilaron. Como tantas otras gentes. No se sabe quién tuvo la culpa de eso, pero hubo rumores que apuntaban a Guillermo Martínez. Los tiempos eran turbios y Guillermo Martínez tenía amistades, ¿cómo lo diría? ¿Peligrosas? Eso, amistades peligrosísimas. Luego estalló la guerra, pero ésta empezó ya antes, cuando se enfrentaron las ideas del pasado con las ideas del porvenir o, de una idea de un porvenir para todos. Bueno, eso es lo que pienso ahora en la noche de mi vida. Por aquel entonces no pensaba nada. Nadie consigue ser espectador y protagonista al mismo tiempo. Me dejé llevar y arrastrar por los acontecimientos como todos o muchos. Tenía 14 años cuando el movimiento. Huí como los demás y muchos se quedaron muertos por los caminos. No había seguridad por ningún sitio. Solo el miedo y el desconcierto, la mirada anclada en los pasos que se daban sin más. El miedo. Tú no sabes lo que es esa mala bestia. Y, mejor que no lo sepas nunca, tú y todo el mundo. ¡El miedo! O, peor aún, el temor. Si, el temor que lleva al terror.

 

El hombre se ha parado de hablar, la mirada perdida en una visión de horror. No digo nada. Espero. Temo interrumpirle.

 

-        Cuando el movimiento todo se perdió de vista, desde los familiares y la familia hasta los amigos y, claro, los enemigos. Guillermo Martínez no lo era todavía. Quiero decir no se sabía aun si era un enemigo. ¿Lo fue? Y, ¿hasta qué punto lo fue? Cuando uno huye, lo hace sin mirar a nada ni a nadie. Se pierden todos los sentidos salvo el de sobrevivir a toda costa. Y cuando la vida tiene tan poco precio, nada tiene importancia. Nada ni nadie. Por un momento eterno, la vida, la muerte, la dignidad, el respeto se vuelven poca cosa en la realidad de aquellos años. Uno se levanta un día. Si estás vivo bien y si no también. Luego pasa todo, cambian los tiempos, y todo se ve desde muy lejos. Las cosas, unos y los otros, entonces, recobran vida, interés, pero algo se ha quedado atrás. Una inocencia, la importancia del valor de las cosas, de los seres humanos, de la simple vida, de la simple muerte. Algo se queda muerto atrás irremediablemente.

 

El viejo hombre me mira fijamente como si quisiera pasarme un mensaje importante. No se cual. No me atrevo a preguntarle.

 

 

-        Nunca se supo nada de Guillermo Martínez por esas fechas. Nada en concreto, quiero decir. Nadie tuvo el valor de preguntar nada. Los rumores tienen más valor si no se averiguan. Se le veía, en esos años, corretear con toda una pandilla de desalmados, bocazas, porfiones de media tinta que confundían gritos y alborotos con juergas y fiestas. Armaban la de San Quintín por donde iban y algunos de ellos, en aldeas remotas perdidas en la serranía, iban matando pobres gentes, humildes entre los humildes, sin ninguna contemplación. Se sabía por  las voces que corrían. Otros se habían unidos a grupos que operaban en las noches cerradas, a escondía, haciendo barbaridades. Una noche ocurrió algo en la serranía. Se rumoreó que una mujer sola con sus 4 hijos, los  encontraron muertos en la casa y marcados con el sello inconfundible de los que matan sin piedad y, quizá, sin razones.

 

El hombre para de hablar y se ensimisma en unos recuerdos lejanos.  

Diego supone, viendo la pena en esos ojos envejecidos por el paso del tiempo que, esos recuerdos, no lo son tanto para él

 

-        El hecho es que, después de aquella matanza, Guillermo Martínez no salió más con esa pandilla. Ésta se fue del pueblo o, mejor dicho, no rondó más por el pueblo. No eran de aquí. Por lo visto nos honraban con su presencia. ¡Valiente deshonra! No se supo más de Guillermo Martínez. Se hizo muy discreto y nadie preguntó nada. Creo qué, por las mismas voces que cuchicheaban por las noches, se marchó una temporada fuera del pueblo. ¡Quién sabe!

-        Y, ¿su familia?

-        Era hijo único.

 

El hombre se calla.

 

- ¿Cuando volvió? Quiero decir con su “mujer”…

 

El hombre me mira fijamente con atención renovada, sopesando lo que sé y lo que no sé.

 

-        Bueno… Volvió al pueblo en 1941, si bien recuerdo. Estábamos en plena posguerra. Época muy mala. Hambre, ejecuciones. Se andaba una mano por delante y otra por detrás, por si acaso. No se hablaba, y si se hablaba, era poco y, de cosas muy triviales. El cotidiano era difícil, incierto, inquietante. Si el presente era patente, la certidumbre de llegar a vivir un futuro quedaba cegado en un temor infinito y diario. Nada era seguro, solo se vivía. ¡Que remedio!

 

El hombre sonríe un poco enigmático.

 

-        Guillermo Martínez se fue después de unos meses rondando por el pueblo hasta 1942 o, tal vez, 1943. Hace mucho tiempo de eso. En los años 1951 o por ahí, la posguerra acababa lentamente su larga estancia. Lo vi por casualidad en la calle. Vivía en la “casa rica”, lo que no me sorprendió mucho. Era ambicioso. Su mujer era discreta como un ratón asustado y totalmente sumisa a su esposo. Lo querría, tal vez. Luego… ¿Sabe lo de las hijas?

-        Si. He ido al cementerio.

 

El hombre asiente con la cabeza.

 

-        Fue buen marido, creo. Buen padre, seguro. Na’ má’ verlo con sus hijas para comprobarlo. Fue una verdadera tragedia pa’ to’ el pueblo. Los niños no deberían morirse antes de los mayores… Es injusto y contra natura, digo yo. Es lo peor de todo, lo último aunque digan que la muerte no tiene edad…

 

No tengo nada que opinar. No sé nada de la muerte. ¿De la vida? Quizá tampoco.

 

-        ¿En que trabajaba mi abuelo?

-        Hum… Para las gentes como Guillermo Martínez siempre hay trabajo y fortuna. Ahora, ¿buena fortuna? No lo sé. Cada cual se apaña con lo suyo. Lo que si se sabe es que dinero siempre tuvo. Tenía, digamos, negocios…

 

El hombre lo mira de soslayo. Capto la indirecta. No voy a averiguar nada sobre este tema, me temo, aunque las cartillas, en el banco, han revelado una suma cuantiosa de dinero y otros bienes, en bonos de estado, bastante consecuentes. Eso pone en manifiesto que Guillermo Martínez supo arrendar una cierta suma de dinero y que no le faltó nada en vida por eso mismo. ¿De dónde provenían esos bienes?  Más vale no saberlo. El hombre me sonríe amablemente.

 

-        ¿En que trabajas, jovencito?

-        Trabajo con ordenadores. Soy analista-programador y… poco más.

-        Hum… Mis nietos están siempre encima de esas maquinas… Otros tiempos.

-        Y, ¿Usted no?

-        ¡No me diga de “Usted”, hombre! Llámame Eusebio o si prefiere el “Talento”…

-        ¿Por qué “El Talento”?

-        Porque no sé ni leer ni escribir. Y ahora ya es demasiado tarde para aprender. Mi mujer lo hacia todo, los papeleos y esas cosas. Mis nietos querían que me pusiera al ordenador, pero sin saber leer ni escribir…

-        ¿Por qué no? Podría, si se le indica cómo usarlo. Hay programas interesantes.

-        Ya soy demasiado viejo. De hecho siempre tuve más manos que cabeza. Trabajar nunca me fue difícil y siempre hubo tareas que desempeñar. La cabeza o las cosas de la  cabeza cuando no se sabe ni leer ni escribir es harina de otro costal.

-        Podría aprender…

-        Si. Pero ya ¿para qué?

 

Eusebio me mira con una sonrisa pícara en los labios. El saber no tiene abecedario, y él sabe más de lo que le han enseñado. Lo leo en sus ojos.

Nos quedamos sentados juntos sin decir palabras. Tengo miles de preguntas, pero ningunas relevantes. Lo principal parece dicho. Mi mente trabaja furiosamente enlazando los datos que poseo y, si el cuadro queda sin terminar, por lo menos vislumbro mejor lo que ha podido pasar. Creo, no estoy seguro. La informática me parece simplísima comparada con estas vivencias.

 

-        Oh, disculpe, pero ni me he presentado. Me llamo Diego…

-        Lo sé.

 

Seguimos sin hablar. Al poco rato viene corriendo su nieto, el de ayer. Eusebio le da una bronca cariñosa.

 

-        ¿Qué pasa? ¿La buena educación es una opción hoy en día? Saluda como Dios manda, Carlito…

 

El niño saluda sin mucho afán.

 

-        Mi hija me manda este pardillo. ¡Por argo será! Tiene instinto de cazador. No deja la presa hasta traerla de vuelta a casa. ¡Menuda hija mía! Me voy, Diego. Ya nos veremos. ¿Mañana?

 

El hombre se levanta con pesadumbre. Le quiero echar una mano, pero su mirada de soslayo me lo impide. Dignidad y orgullo, eso me dicen sus ojos. Lo que siento en este momento hacia este hombre es un infinito respeto. El repiquetear del bastón me señala su caminar por las calles. Luego me quedo solo. El día trascurre sin mí. Tengo mucho que recapacitar.

 

 

 

 

20.

           

 La noche ha sido malograda. He intentado dormir sin poder. Desesperado y fuera de mí acabo por levantarme y seguir alguna que otra tarea en mi ordenador. Nunca falta trabajo y como estoy desvelado más vale aprovechar este tiempo. He desayunado, contestado a tres llamadas telefónicas, he mandado cinco mensajes por el móvil y he contestado a tantos más en el ordenador. En mi buzón siguen viniendo mensajes preocupados por mi ida. Parece ser que, aunque quisiera fugarme, no podría. Habrá boda con o sin mí, según compruebo leyendo los mensajes. Menos mal que llevo claro el tema de la boda.  Montse es la mujer de mi vida, la única compañera con quién quiero compartir mi vida, es decir, buena parte de mi tiempo, de mis anhelos, de mis sueños, en fin un poco de todo. Las otras cosas de mi vida quedan bajo mi dominio como el trabajo, los proyectos laborales, algunas amistades que no gustan a Montse y vise versa. Todos esos momentos donde ella no coincide directamente conmigo, ella está, sin embargo, siempre presente en mi mente y en mis sentimientos.                                                                                                                            Me he paseado por muchos sitios. El aire tiene un sabor a marisma y a humedad con algo de dulce y de fuerte, de serenidad  y de mansedumbre. Mis ideas están un tanto borrosas. Una noche en vela no me favorece. Y, ¿a quién si no? Llego a la plazoleta.  Eusebio está sentado en el banco, quiero decir en nuestro banco.                                                                                         Me aproximo a él y, de repente, me vienen a la cabeza imágenes de mi pasado como una película en blanco y negro. Estás parece deslizarse en mi mente con rapidez y de pronto lo recuerdo todo a la perfección. Me siento a su lado, un revuelo de sentimientos prendidos en mí ser.

 

-        Hola…

-        Hola, Diego. Pareces cansado…

-        Lo estoy…

-        Hum… Eso pasa cuando demasiadas cosas rondan por la cabeza…

 

Lo miro detenidamente y veo su rostro,  pero más joven. ¿Cómo no me he acordado de él antes? Eusebio me devuelve la mirada. Algo ha detectado en la mía y está esperando que le diga lo que sea. Lo intuyo. Y, tiene toda la razón. Voy a contar a Eusebio algo que él sabe mejor que yo. Algo que ocurrió hace muchos años. Empiezo mi historia.

 

-        Un día, tendría yo unos 7 años más o menos, sería en 1982, llegó un hombre a mi casa. Estaba merendando cuando entró en la salita de estar, ví la cara de mi abuela volverse blanca como las cenizas. El rostro de una muerte que ve aparecer un espectro. No pensé nada. Seguí tomándome el bocadillo de mortadela.

  

 Revivo estos hechos con tanta claridad. ¡Parece mentira!

 

-        El hombre se presentó, pero no presté atención. Dijo que venía a verla para saber como estaba. Mi madre entró con una bandeja, tres tazas con café de puchero y algunas tortitas hechas por mi madre. Mi abuela recobró un poco la compostura. Le fue fácil retomarla puesto que nunca la perdía. Por lo menos nunca la perdió hasta ese día. Su cara recobró el color.

 

El hombre habló:

 

Hace mucho tiempo que quería venir a verla, pero no me atrevía después de…

 

El hombre hizo una pausa y terminó:

 

… de lo que ocurrió”

 

Mira de soslayo a mi madre diciendo esto. Mi abuela le contestó y siguió una conversación entre ellos que ahora recuerdo:

 

    - Puedo entenderlo, pero no debió molestarse, Eusebio.

    - No es ninguna molestia para mí. Conocí a su familia y…

- ¡MI FAMILIA FUE MATADA! Ya no tengo ninguna familia salvo ésta que está conmigo aquí. “

                                             

Mi abuela había alzado la voz, cosa inaudita en ella. El hombre no se inmutó. Se tomó el café a sorbito, algo molesto. Todos lo estábamos. El hombre no dijo nada más. Mi abuela retomó la palabra.

 

- Le agradezco su venida, pero como puede ver sigo viva y cuido de los míos.

 

El hombre se quedó mirándola un largo rato. Mi abuela sostenía esa mirada con determinación. El hombre bajó la suya rendido a esa voluntad férrea y musitó.

 

--Ya veo… Si, ya veo…

 

El hombre se levantó.  Mi abuela también. Mi madre se quedó sentada, la mirada fija en su taza de café como si todo esto no le concerniera. El hombre saludó educadamente y se marchó. Me quedo callado. El silencio ha cobrado una tensión insólita. La manta se está deslizando por completo, me temo.

 

-        Eusebio es un nombre poco común…

-        Si. Lo es. Han pasado tantos años desde ese día. ¿Qué sabes de mi visita, Diego?

-        Poco. Casi nada en verdad. Después de su visita, bien entrada la noche, escuché unos susurros violentos e irritados por parte de mi madre y de mi abuela. Sabía por el tono de voz que se peleaban por su visita. Mi madre intentaba decirle algo a mi abuela, pero ella se negaba. De pronto, mi abuela alzo la voz. Decía: “El pasado está muerto hija y no dejaré a nadie ni a nada traerlo de vuelta a nuestras vidas ni a nuestra casa.” Mi madre alzó la voz a su vez: “¿El pasado esta muerto? ¡Como tú! Te has enterrado viva con él y eso es lo peor. ¡Que presente ni que vida!” No dijeron más nada desde esa noche. Su visita fue, me temo, sepultada como tantas otras cosas…     

 

-      No me sorprende. Quizá haya llegado el momento de desenterrar esos hechos del   pasado y me toca a mí de hacerlo, me temo…

-        Mi abuela murió. ¿Lo supo?

-        Lo supe. Me lo dijo tu abuelo.

 

Dejo volar un silencio tenso. Siento que ha llegado el momento de saberlo todo,  lo que queda por saber. Los cabos sin atar de esos hechos que han hecho de mí un ser sin pasado, pero ¿Cuánto han pesado éstos en mi vida sin que me percatara de ello? Por lo menos hasta estos últimos días, hasta la llagada de las cartas.

Eusebio me parece más encorvado, más viejo como si el peso de ese pasado lo estrujara por dentro. Lo siento en el alma, pero tengo que saber.

 

-        ¿Cuándo la conoció?

 

Eusebio me mira a los ojos detenidamente varios segundos. Hace una mueca dolorosa, vacila un poco y se lanza.

 

- Hace mucho. Cuando sólo tenía 16 años. La conocía de vista, como todos se conocen en un pueblo tan chico, supongo. Nunca hablé con ella hasta esa noche. La guerra había acabado. El mundo se había vuelto más negro que una tumba, inseguro, lleno de odio, de rencores, de deseo de venganzas y los malvados no se escandían para hacer sus hazañas. Hubo de todo y, peor, mucho más. Una noche volvía a mi casa escondiéndome como podía entre sombras y sombras. Se me había hecho tarde y no eran tiempos para vagar por ahí en la oscurida’.  Llegando cerca de una casa vacía, los dueños habían huido tiempo atrás, escuché unos ruidos extraños como unos jadeos. Parecían los sonidos de un animal herido. Entré sigilosamente en la casa por una puerta destrozada. Había aprendido a moverme sin hacer ruidos. Allí, en las tinieblas, me ubiqué como pude, agudizando el oído hasta que  vislumbré algo, un bulto de ropas enroscado en un rincón sollozando y gimiendo a media voz. Me acerqué y me arrodillé. No veía mucho, pero adivinaba. Alguien sufría allí. Puse la mano sobre el bulto y, cuando lo hice, este saltó como una fiera enjaulada. Me derribó y caí de bruce. Pude ver que era una muchacha sin más. Me levanté de un tirón y fui detrás ella. Estaba a punto de salir por la puerta con toda la velocidad de un terror ciego cuando la alcancé, la tomé en brazos. Se debatió con furia, sin apenas gritar, concentrada para liberarse de, lo que ella supuso ser, un enemigo avasallándola. Al final, como estaba herida, perdió fuerza y pude sentarme en el suelo con ella en mis brazos. Estábamos exhaustos, resoplando con fuerzas. Sentí lagrimas resbalar a borbotones por su cara. La deje llorar. Cuando se calmó un poco, le hablé despacito. No puede quedarse aquí. No es un sitio seguro. Vivo cerca. Mi madre y mi hermana pueden cuidarla si no quiere que lo haga yo… No dijo nada, pero asintió con un leve movimiento de cabeza. La ayudé a incorporarse y echamos a andar tomando como ayuda toda la sombra de la noche bien entrada. Eusebio se calla. Respeto su silencio. Parece revivir esos momentos.

 

-        Mi madre y mi hermana la cuidaron. Había sido violentada por…

 

Calla y me mira con esos ojos cansados de hombre que ha visto demasiadas cosas en su vida. Supe en ese preciso momento de quién hablaba y no me sorprendí. Era como si todo encajaba en ese mismo momento. Imágenes de mi abuela, de mi madre, de ese pasado, de esos silencios tensos gritando en la nada sus amarguras, sus resentimientos, sus heridas abiertas y sangrientas, todos esos sentimientos, esos temores, todas esas imágenes cobraron vida y significado. Eusebio entiende lo que pasa por mi mente y sigue con la historia, mi historia, tal vez, también.

 

-        La escondimos lo mejor que pudimos. En esos tiempos los secretos eran a voces, los ojos eran espías sin piedad y los oídos parecían creados para escuchar todo lo que no les incumbían. Tomamos una decisión. Su presencia, después de lo ocurrido, la ponía en peligro y a nosotros también. Por esos tiempos, tu abuelo se movía con unos grupos de gentes que daban miedo. Buscamos el medio de mandarla fuera del pueblo y de la provincia. Pudimos darle algo de dinero y encontramos a alguien de confianza para sacarla del pueblo y emprender el viaje con ella, bueno, un buen tramo de ese viaje. La idea principal era que se fuera a una ciudad grande,  preferible en Andalucía y, si no en Madrid. De todas formas tenía que ser en un sitio donde nadie la conociera. Así es como llegó a Ávila. Desde que se marchó,  estuvimos años sin tener noticias de tu abuela.

 

-        Pero… ¿Como llegó usted hasta mi casa?

-        ¡No me ponga de Usté, chaval! Tienes la misma edad que mi nieto Pedro. Si pude llegar hasta tu casa fue gracias a tu abuelo, me lo dijo un día. Cuando murieron sus hijas se quedó sólo. Nadie hablaba con él. Los tiempos habían cambiados o, eso es lo que se pregonaba por doquier. La prensa, la radio hasta la televisión. Empezaba una nueva década, la de los años ‘80. Nació mi nieta Sarita aquel año. Ese día estaba yo en un banco sentado, se aproximo tu abuelo y me habló. Lo tuve que escuchar porque se empeño. ¡No fuimos nunca amigos! Me dijo:

 

 

“-  He tenido una hija con ella “

 

No dije nada, pero sabía lo que quería decir y de quién hablaba. Pude controlarme cuando me dijo eso aunque estuviera recordando como encontré esa “ella” de la cual hablaba.

 

--Tiene un nieto de esa hija mía, en Ávila. Creo que están bien. “

 

Un pedazo de papel estaba estrujado entre sus manos. Se levantó del banco donde estábamos sentados los dos. Dejó caer el papel sobre mis piernas. Desde ese día, nunca volví a hablar con él. Cuando murió, fui uno de los pocos que no fue a su entierro. No hubiera podido, simplemente. Me quedo atónito. De pronto me levanto. Necesito respirar algo fresco, algo neutral. Eusebio no me mira, ensimismado en sus pensamientos, cabizbajo. Cuando me alejo con grandes zancadas de ese banco, quizás el mismo donde se sentó mi abuelo, creo escuchar unas palabras susurradas. “Lo siento. Lo siento”  No miro por donde voy. Tengo que alejarme. Debo alejarme. Un niño viene correteando por la misma calle. El nieto de Eusebio. Me saluda. Hago un gesto con la mano, apresurado, azorado. Luego me pongo a correr como un loco, un demente. Mis pasos me llevan por calles y callejones, entre casas y más casas, bajando, subiendo. No miro por donde voy, solo quiero huir lejos, todo lo lejos que puedo, que debo. La furia y el asco aniquilan mis sentidos como ácido amargo y letal.  Estoy delante de la tumba. Me perdí la primera vez que fui a buscar su tumba, pero mi odio y esa impotencia corroyéndome por dentro me han llevado hasta ella, derechito. No sé lo que quiero hacer, nada bueno, me temo. Algo horrible, algo que me quitará de encima todas estas palabras de hechos antiguos. Siento mis rodillas doblarse hasta caerme en el suelo. Ahora entiendo. ¿Mi abuela sepultándose en su propio pasado siempre presente y nunca olvidado? ¿Fue esa su vida? ¿Mi madre encerrada en su presente rechazando todo pasado? Y, ¿dónde quedo yo, en que época? Lagrimas caen sobre mis mejillas y me sorprendo. El tiempo trascurre. Ciego, mudo, dolido, me siento “ninguneado” La palabra ha surgido de mi mente como un relámpago y prorrumpo en carcajadas histéricas. La risa muere y me siento exhausto, vacío. Tengo que hacer algo. No sé qué ni cómo ni cuando. Debo volver a la pensión y dormir. Dormir y olvidar. Me levanto del suelo con mucho cuidado. Estoy roto, partido. “Algo se queda muerto atrás irremediablemente”, dijo Eusebio el otro día. Ahora lo entiendo. 

 

 

 

 

21.

 

He dormido como nunca, como un muerto y este despertar ha sido igual a un renacimiento. Me parece haber vivido encerrado en una caverna sin sentir nada ni entender nada. Los sueños de esta noche han sido largas pesadillas con protagonistas muy cercanos a mí. Mi madre, mi abuelo, mi abuela, todos jóvenes como nunca llegué a conocerlos, yo mismo de niño, no como cualquier niño, pero más bien en plan de espectador invisible de cosas dichas y vividas. Todos estábamos envueltos en nubes de silencios, todos ellos guardianes de tumbas y de pasados temibles. Estos sueños fueron desde luego un verdadero peliculón nocturno que me ha dejado más cansado y confundido que nunca. Voy a ver a Eusebio cuando acabe de despertar, si es que despierto un día de esta pesadilla diurna. El móvil quedará cerrado por unas cuantas horas. Tengo que pensar en lo que debo hacer con estos tremendos datos. Suspiro. Pero lo primero es lo primero: desayunar. Mis anfitriones me acogen con la misma amabilidad y cuidado de siempre. Me dan un sólido desayuno. Los escucho hablar, discutir, pelearse con buen humor y con algo de una cierta compostura teatral y dramática. O sea, una pareja unida y feliz. Vuelvo a la plazoleta. Eusebio está ahí. Me mira llegar hasta él. Sus ojos me dicen lo mucho que siente lo de ayer, lo del pasado. Sonrío levemente para apaciguar su congoja. No le deseaba ese mal trago, nunca y de ninguna manera, pero quería saber. Ahora sé, no todo, no el por qué, pero si lo suficiente. Por ahora.

 

-        Hola…

-        Hola Eusebio yo…

-        Si, Dime, Diego…

-        Lo siento. No quería lo de ayer…

-        Lo sé, chaval, lo sé. Alguien tenía que contártelo… quizás era yo el más indicado, entiéndelo y perdona el pasado…

 

Me levanto iracundo. No me puede pedir eso… No puede decir eso… Veo sus ojos y lo que me dicen y, creo entender. Me siento. Eusebio parece encorvarse un poco más.

 

-        No se puede borrar el pasado, pero se le puede dar otro sentido, viviendo otro presente dónde no quede espacio para que este pueda subsistir o volver, quizá.

 

No digo nada. No entiendo mucho.

 

-        Eusebio… Yo… Bueno, he venido a… Voy a volver. Creo que es tiempo… Quiero darle las gracias… Bueno… Usted…

-        No me digas de Uste’, hijo… Ya sé lo que me quieres decir. Lo entiendo. Lo principal es que tengas un buen regreso y que tengas cuidao’ en la carretera.

 

Se levanta con dificultad. No le ayudo. Quiero levantarme, pero me pone la mano sobre el hombro. Me mira a la cara lentamente. Luego agacha la cabeza con rapidez y me da un beso sobre la frente.

 

-  Eres un buen chico y un buen hombre. Puedes estar orgulloso de ti, Diego. Tu madre puede estar orgullosa de ti también. Vive la vida que son dos días y medio…

 

Me sonríe levemente con una pizca de sorna bailando alrededor de sus arrugas. Se da la vuelta y se marcha lentamente. No me he movido. Escucho el repiqueteo del bastón alejándose por las calles. ¿Volveré a verlo? Eso espero, eso debo creer. El solar, el hueco para mí. Me despido de él. Miro atentamente las paredes de ese lugar que fue una casa. Sigo sin entender lo que impulsó a mi abuelo a derribar lo que, en su día, fue su casa, su hogar. A veces,  dicen que una persona llega a hacer cosas sin saber por qué las hace. ¿Qué pretendía mi abuelo? ¿Qué pretendo yo? El rencor, la amargura, el remordimiento asfixian mi ser como garras. No entiendo. ¿Qué puede tener en común ese asesino con el buen padre y buen esposo? ¿Qué tiene que ver una juventud como la suya y ese deseo de conocerme a toda costa? Quiero entender y tener justicia. Pero, ¿para quién? ¿Mi madre? ¿Mi abuela? ¿Mi presente manchado por el pasado? ¿Mi futuro que queda por venir? ¡Incógnitas! Odio las incógnitas. Me gusta andar con paso firme en terreno firme. Quiero paz, quiero volver a lo de antes. Es imposible. No hay vueltas atrás que valgan. Lo sé y no sé si eso es bueno o malo. Ando por el espacio vacío del solar. Tengo una extraña sensación. Imágenes vienen a mi mente. Una casa. No la que estaba aquí, la que albergó tantas cosas, pero sobre todo muertes. No. Otra casa. Lo que veo en mi mente es como un proyecto, el empiezo de un proyecto. Es la misma sensación que tengo cuando empiezo una tarea informática. Es una visualización virtual de una casa. Dejo mi imaginación trabajar. Miro hacia el portal de la vecina que me atendió. La he visto pasar por la calle al llegar. Me he despedido de ella también. Volveré a verla, seguro. No me ha preguntado nada, pero se la veía curiosa. Debo seguir con las despedidas. Tengo una cita con mi madre, una cita con unas disculpas.

 

 

El mar. Una ventisca se ha levantado y olas quejumbrosas estallan sobre la orilla, salpicándolo todo. Me quedo en el paseo marítimo. Nubes grisáceas marchitan el azul del cielo y vuelven siniestro el entorno del sol. El mal tiempo ha vuelto, saludando mi despedida. Me estoy volviendo idiota. Veo signos donde nunca he visto nada. Es tiempo de volver.

Miro esa agua revuelta, indómita y amenazadora. La saludo por dentro. Hace parte de mi vida ahora. Un elemento desconocido de más. ¿Volveré a verla? Llego a la pensión. Pienso tomar el camino de regreso después de almorzar. Mis anfitriones me han hecho una comida para chuparse los dedos y me han preparado una bolsa de comida para el viaje.

 

-¡Que si, hombre! Que luego tiene hambre y con lo que dan en eso’ sitio’ de la’ carretera’ donde dice’ que se come, pero e’ pa’ cogerze´ argo malo, se lo digo yo. ¡Que me han contao’ de cosa’! Uy, si le contara yo… Ma’ vale llevarse comia’ consigo que nunca se sabe… Anda, cómase lo que he preparaó’. Se va a chupa’ los deos, se lo digo yo.

 

Me han dejado disfrutar de la comida. No tengo apetito, pero me esfuerzo para satisfacer esa gentileza. No es para menos. Al volver a la habitación llama Montse. Mientras hablo con ella, voy recogiendo mis cosas.

 

-        Mi cielo…

-        Diego… Cariño… ¿Cómo estás?

-        Bien… Bueno, no muy bien, pero ya te contaré… Vuelvo esta tarde. Estoy a punto de tomar la carretera.

 

No oigo nada salvo un jadeo de suspiro con unas palabras susurradas: “¡por fin!”.

 

-        ¡Me alegro! No sabes cuánto…

-        Creo que sí lo sé. Te he echado tanto de menos, mi cielo…

-        Yo más que tú…

 

Estas últimas palabras nos hacen recordar como siempre una canción antigua “Borriquito como tú”. Cuando escuchamos estas palabras, nos ponemos a cantar la canción entre carcajadas y carcajadas. Por el móvil, no llegamos a cantarla, pero la misma idea nos cruza la mente y el recuerdo y eso nos anima y nos entra una risa alegre. Esta acaba como empezó dejándonos más relajados y más cercanos.

 

-        Montse… No avises a mi madre ni a nadie de mi llegada. Ya habrá tiempo de verlos a todos cuando regrese y prefiero darles una sorpresa…

-        Te entiendo y quiero disfrutar de ese deseo tuyo largo tiempo…

-        Cuenta con ello, mi cielo. Te dejo. Voy de camino. Ya queda poco…

-        No tan poco, pero menos… Te echo de menos… ten cuidado…

-        Siempre… Siempre…

 

Ha colgado. Un mensaje llega poco después sobre la pantalla de mi móvil. Unos labios mandándome besos y más besos. Mando otro mensaje del mismo modo. Un corazón con dos manos enlazadas y 3 xxx. Ya queda mucho menos.

 

 

 

 

22.

 

 Mientras los kilómetros tragan la carretera y mi mirada ausente vaga por las laderas, mi mente ata cabos con diligencia, orden y, sobre todo, lógica,  la misma usada para el ordenador. Todo lo que no tenía sentido lo cobra y todo lo que no encajaba, por fin, entra  en esta tela de araña frágil que, algunos llaman vida. Me siento atrapado en ella, pero sólo en una parte de ella o, por lo menos, una parte de lo que soy hoy en día. ¿Quedaba algún hueco para llenar en mi fuero interno? Me queda largo camino hasta llegar a mi ciudad, a mi día a día. Montse me ha echado de menos, pero no tanto como yo a ella. Siento que mi vida recobra algo de sentido al aproximarme a  mi destino, el de antes, el de siempre, desde que nací y hago uso de reflexión. Cuando llegue ¡me quedan tantas cosas por hacer! Sobre todo ponerles palabras a los silencios de mi madre. Es tiempo de hablar, poco, lo justo, pero claro y bien, lo suficiente para dejar atrás las penas y el miedo. No lo lograré, lo sé, pero debo intentarlo. Algunas que otras imágenes acaban por sobreponerse al panorama exterior. Las autovías no son un camino de ensueño, pero me convienen por ser vías, todas parecidas, todas iguales, perfectas para dejarme llevar por mis pensamientos. Tempuro de apellido, Jorge de nombre, es arquitecto y amigo. Llevamos años viéndonos cuando tenemos tiempo, es decir nunca o casi nunca y cuando lo hacemos, el tiempo queda demasiado escaso. Las obligaciones de nuestros respectivos oficios, los gajes de una cierta ambición, la dedicación a nuestras cosas cada vez más apremiante son los mayores motivos, pero no sólo ellos. El principal motivo es que se necesita tiempo para vivir. Mientras voy devorando las millas, una idea cunde en mi cabeza para llenar el hueco hecho en el solar. Esa idea la veo en mi mente de manera nítida y cada vez con más claridad. Antes de tomar la carretera, he garabateado unos cuantos bocetos alrededor de esa idea. No se me da mal dibujar. Cuando tenga las fotos amplificadas de lo que fue esa casa derrumbada, mi idea será más clara. Creo yo. Voy llegando. Ya era hora. El camino ha sido largo, peor aún de lo que pensaba. Tengo miedo y siento esperanza, angustia y temor, todo a la vez. Llego al piso. Mi llave tiembla en la cerradura. Mi boca esta reseca. Montse aparece en el pasillo y se abalanza sobre mí. Todo está como tiene que ser. Su abrazo es lleno de ansia y de recelo. El mío sólo de alivio, de amor, de temblor. La noche ha trascurrido. Estuvimos juntos toda la noche, pegados el uno al otro, hambrientos, enfebrecidos por nuestra separación luego… luego hablé. Le conté todo, atropelladamente, sin orden, enloquecido por todo lo vivido, lo descubierto, lo sentido y lo resentido. Puse palabras equívocas, sentimientos ambiguos, temores y deseos, esperanzas mezcladas con odio, resentimientos y comprensión. Todo un cúmulo de cosas saliendo a borbotones de mi boca como un manantial crecido por aguas turbias e inesperadas. Le hablé con palabras, con mis manos, con toda mi alma y mi cuerpo hasta agotar las palabras, los sentidos. Puse todo eso y mucho más entre las manos de Montse. Caí rendido en su abrazo con estas últimas palabras.

 

-        Estoy de vuelta. Contigo. No me deje irme, solo, otra vez. Te necesito.

 

Me estrecha más fuerte contra si. No lo entiende todo, pero, ¿qué más da? Sabe mejor que yo lo que tiene importancia y lo que no la tiene. Es la mujer de mi vida. Ha amanecido. No lo hemos presenciado. Hemos dormido todo el día. Montse llamó al trabajo para avisar de su ausencia. No explicó nada, como es habitual en ella. Se lo concedieron, ¿qué remedio? Cuando volvió, seguimos durmiendo hasta bien entrada la noche. El hambre nos echó fuera de la cama. Era tiempo de volver a la realidad más liviana. Se agradece mucho eso porque todo vuelve a ser igual que siempre o, ¿no?

 

 

 

 

23.

 

- Mamá

 

Estoy en la casa de mi madre. Una casa que nunca fue precisamente un hogar. Fue una vivienda donde pasé tiempo, vida y facturas por cosas de un pasado desconocido. Escucho los ruidos familiares de esta casa. No sé donde está mi madre. Recorro todas las habitaciones una por una. En algunas de ellas me asaltan algunas imágenes, sonidos y hasta algunos gestos que solían hacer mi abuela y mi madre cuando estaban liadas en tareas de la casa. Sonrío con pesar, con emoción, con algo de amargura y de ternura, mezcladas las dos cosas. Recorriendo estos lugares tan conocidos y tan extraños, ahora después de lo que ha pasado, sé que nunca podré estar en esta casa del mismo modo que antes. Me percato del silencio inusual y eso me lleva a pensar por un momento que mi madre está ausente, pero sé que no puede ser. Su coche está aparcado en el sitio habitual. El único lugar donde podría encontrarse es el único donde no creo, posible, que esté. Es una habitación de desahogo. Nunca entré en ella. Me daba repelos y una sensación inquietante. En este sitio tan pequeño montones de cosas están encerradas, empaquetadas, quizás olvidadas. Son cosas sin valor para mí o, eso es lo que siempre pensé. Llego delante de la puerta abierta de esa habitación.

 

-        ¿Mama?

 

No me atrevo a entrar. La veo arrodillada delante de un baúl, uno de esos sarcófagos de madera donde sepultaban los ajuares antiguamente. A su alrededor están desparramados varios sobres cerrados y otros sobres abiertos con las cartas igualmente abiertas, todos ellos amarillentos. Cuando llego al resquicio de la puerta ella levanta la cabeza, girando hacia mí su rostro pálido y confundido. Tiene una carta abierta entre las manos. El rostro demacrado y una mirada espectral me hacen entrar con rapidez hasta ella para arrodillarme a su lado.

 

-        Aquí las tienes. Nunca las he abierto. Ni leído. Eran para ti. Solo para ti, su nieto. Ninguna para mí, su hija. Yo, el resultado inesperado, el fruto no deseado de su violencia. Nadie. Nadie.

 

Sigue arrodillada como una penitenta con tanto despecho, tanta amargura, tanto rencor y, sobre todo, tanto sufrimiento. No lo puedo aguantar. Ahora no ni nunca más de aquí en adelante.

Me pongo en pie y la levanto de un tirón antes de tomarla entre mis brazos.

 

-        ¡No! No quiero verte así, mama. Nunca. ¡Nunca!

 

Mi madre intenta recoger las cartas deslizando sus brazos hacia el suelo. La enderezo de un tirón impidiéndole ese gesto. 

 

-        ¡NO! ¡Déjalas!

 

Suelto el cuerpo rígido de mi madre y me agacho con furia. Las cojo entre mis manos transformadas en garras, puñados de ellas y las estrujo entre mis dedos como si quisiera estrechar el cuello maldito de tantos años de vida borrados, marchitados en una confusa culpabilidad insana. Siento tanta cólera en mí, tanto temor también. El temor de lo que soy, de lo que podría llegar a ser tal vez. Con este gesto me siento un hijo, el hijo que reconoce a su madre por lo que es. Mi madre, por fin, simplemente. Mi madre de verdad, con mi corazón, como debe ser, como nunca lo fue.

 

-        Ven, mama. Vamos a quemarlas. No quiero saber nada de ellas. No valen la pena. Tu pena… mama, ven.

 

 

Mi madre intenta convencerme de leerlas por  “respeto hacia un muerto”.

 

-        ¡No puedo respetar el hombre que fue en vida! Muerto, ¡menos todavía! No quiero saber nada de estas cartas y de lo que quería decirme este perfecto extraño.

 

Al final de una larga discusión donde mi congoja se topaba con la desesperación y el desconcierto de mi madre, decidí leer una al azar. La carta es corta, escrita con palabras cuidadosamente elegidas. No me decía nada en concreto. Preguntas, deseos de saberme feliz y con buena salud y, poco más en un tono reservado, recatado casi remilgado, de toda forma forzado y poco amistoso, nada cariñoso. ¿Por qué escribirme si no consigue deshacerse de su malestar hacia mí?  Me convenció esta lectura. No valían nada, menos que nada porque estaban escritas por un “Don Nadie”. Decidí. Todas ellas se quemarían. Mi madre lo consintió muy a su pesar. No lo ha entendido, yo sí, demasiado bien. Es tiempo de volver las miradas hacia el futuro inmediato. Hacia mi reencuentro con un ser, hasta ahora, casi desconocido. Mi madre.

 

 

 

 

 24.

 

La noche ha llegado. Mi madre ha puesto la cena. Ha llamado a Montse para que se reúna con nosotros. Hubiera sido un buen paripé para ella si Montse hubiera aceptado la invitación, pero Montse alegó el compromiso que tenía que ir a una cita prevista desde mucho tiempo atrás. Esta cita ficticia, puro invento, es su apoyo incondicional hacia mí para la charla ineludible que debo tener con mi madre de ese pasado desterrado. Mi madre y yo no hemos hablado mucho desde la quema de las cartas. El silencio entre nosotros es algo tenso, pero también sereno de una cierta manera, como si esa pira hubiera apaciguado algo en nuestro fuero interno. Un lazo invisible se ata entre nuestros silencios cobijando un nuevo cariño mutuo y un nuevo entendimiento o, eso anhelo. Hemos comido con desgana cuando, de golpe y porrazo, mi madre se levanta de la mesa, viene hacia mí y suavemente coge mi cabeza entre sus manos, acunándome, meciéndome con una dulzura apabullante.

 

-        Perdóname… No quise ponerte en este aprieto, mi Diego, mi niño… ¡Nunca! Te tuve a los 35 años. No te esperábamos porque nunca quise tener hijos, pero cuando supe que estabas en mi seno, cuando te sentí en mi cuerpo, todo cambio radicalmente. Te deseé con ahínco, con fervor, temor también y sobre todo tanta esperanza y tantos sueños… Fuiste  inesperado, pero deseado sinceramente y con todo amor. No lo dudes nunca. Eres lo más importante en mi vida. Tienes que saberlo… Diego, mi Diego…

 

Nos mecemos los dos en un abrazo lleno de ternura y de temor. Ese hueco hecho solar ha echado una pasarela entre nosotros para que podamos estar juntos como al principio de mi vida. A partir de este abrazo le conté todo atropelladamente. El pueblo tan chico. El mar y su color tan peculiar, el horizonte, el paseo marítimo, el olor a marisma, ese cielo de un azul tan brillante cuando el sol salía. Las gentes y su manera de hablar. Paco, el dueño del bar y los comensales que se reúnen para comer y comentar entre ellos las noticias locales, nacionales e internacionales. Mis anfitriones en la pensión donde me alojé. Pilar, la vecina del “hueco” y su amabilidad. Paquito el sepulturero. Todo ese acogimiento como si fuera uno de ellos. Mi madre se ríe con ganas y yo también. Compruebo que me lo he pasado bien en esta inusual velada, a pesar de los pesares. Nos quedamos en silencio. Revivo en mi mente esos escasos días que han cambiado mi vida por completo. ¿Hasta que punto? No lo puedo saber ahora. Es demasiado pronto. Miro a mi madre y le veo la cara feliz y, también, algo aliviada. Entiendo su preocupación y me desanima el tener que hablar de Eusebio. Han sido muchos golpes para ellas desde siempre, en toda su vida  Estos últimos con esas cartas.  No puedo hurgar más en las heridas, pero eso es sin contar con su sensibilidad y ese instinto materno.

 

-        No me vas a decir nada sobre Eusebio.

 

Me quedo atónito por un momento.

 

-        ¿Lo conoces? Pero…  ¿Desde cuando?

-        Desde que vino aquí. Hemos tenido algunos contactos después de su visita… Unas postales escritas por su hija, luego por algún nieto, según tengo entendido. Fue él quién me contó buena parte de mi historia. Obligué a mi madre a que me lo contara todo. Fue el momento más atroz de mi vida porque se negó en rotundo. Luego se apiadó de mí y me contó todo lo que pudo, todo lo que fue capaz de aguantar rememorando esa pesadilla. Pero yo querría saberlo todo. La incertidumbre es peor que la muerte… No puedo hacer nada más que mirarla. No me lo esperaba.

 

-        ¿Lo has visto? ¿Qué te dijo?

-        Si, lo he visto y hemos hablado.

 

Nos quedamos en silencio. Intento entender sin lograrlo, luego me pongo a hablar sin ton ni son. Todo sale con furor y fuerza al igual de una carrera desaforada. Mi confusión, mi horror, mi temor, mi desconcierto, todo ello y más, mucho más. Mi madre me tiene abrazado, me mece y me dejo llevar como si fuera un niño. Mi dolor calma su sufrimiento y ansiedad a la vez que apacigua mi desconcierto. Pero, aún, me queda una duda persistente. ¿Puedo decirle lo que tengo planeado? ¿Tendré el valor de hablarle? Sin pensarlo más me lanzo.

 

-        Mira, mama… No sé si hago bien, pero aquí tienes todos los documentos de notaría, las cuentas bancarias… ¡Todo!  Si quieres, me pondré en contacto con el notario para anular la herencia. Eres tú la principal concernida y si tú no quieres nada, yo tampoco. Era tu padre y…

-        ¡NO! Nunca fue mi padre. Fui huérfana desde el principio. Mi madre tuvo toda la razón…  ¡TODA!

 

El silencio es denso y expectante.

 

-        Mama… Quiero lo mejor para ti y haré lo que tu digas…

-        No, Diego. Por lo que me has contado, esa herencia es tuya. Yo no quise nada nunca y ahora tampoco, pero si tu abuelo ha hecho esto, por algo será. Quiero que tomes las medidas que te parezcan las más favorables para ti. Te agradezco…

-        ¡No quiero que me agradezca nada, mama! Lo que quiero es que acabemos de una vez por toda con ese maldito pasado… ¿No lo entiendes?

-        ¡Como no lo voy a entender! Pero te repito que esta herencia es tuya. Ya es hora que algo bueno salga de todo esto y, quizá, esta herencia servirá para eso…

 

Nos miramos mutuamente. Entiendo que esa pasarela se ha transformado en un puente sólido entre nosotros. Un puente que anula los efectos podridos de un pasado desgarrador, de un hueco anidando víboras y maldades indigestas.

 

-        Entonces… Entonces, he pensado en algo…

 

 

 

 

 

25.

 

He puesto los bocetos encima de la mesa. Mi madre se ha sentado delante de ellos. Me mira la cara, luego los dibujos. Se agacha hacia delante para mirarlo más detenidamente, luego coge uno. Tiene el ceño fruncido como si le costara entender lo que he intentado dibujar y deseo que me pregunte algo, lo que sea. Estoy anhelante, el aliento detenido en algún lugar remoto de mi pecho. No he entendido hasta este momento lo importante que es, para mí, este proyecto, pese a todo lo ocurrido tanto en el pasado como en estos últimos días. Hasta este momento no he entendido cuanto me es vital su aprobación, su consentimiento, su aval incondicional. Es el eje fundamental de mi proyecto y, si no lo aprueba, no se lo que haré. Cuidadosamente, mi madre mira cada boceto que coge entre sus manos. Me mira la cara de vez en cuando. Luego, poquito a poco, la siento relajarse y eso me relaja a mi vez.

Levanta la cabeza y me mira sonriente.

 

-        Has pensado en todo…

-        No. No en todo, mama. Vuelvo a repetirte lo que dije antes. Si lo deseas así, este proyecto no existirá. Haré lo que tú digas porque eres la que elije…

 

Me mira la cara detenidamente. No sé lo que ve, lo que entiende, pero me sonríe y eso me alivia sobre manera.

 

-        Ya no, mi Diego. El que elije eres tú y… Montse… Me gusta mucho lo que veo. Y, quizás, ha llegado el momento de dejar atrás este pasado. Definitivamente. Borrar las huellas del pasado… Marcar nuevos surcos… También…

 

Necesitaba su visto bueno para este proyecto. Lo tengo. Le hablo de la casa. La quiero hogar, casa familiar, casa de encuentros entre familiares, amigos, conocidos, una casa donde se podrá construir algo entre todos. Construir una familia de sangre, de proximidad, de elecciones mutuas ya sea por gustos compartidos como por simpatía. Llenar un hueco, un vació, dejando atrás un temor con nuestras vidas en avance constante. Hablo mucho, entusiasmado, creo en lo que digo, en lo que siento. Mi madre me escucha. El silencio llega. Lo dejamos fluir lentamente. Estamos cansados, pero también serenos. Es una sensación extraña. ¿Los barcos llegan siempre a sus puertos? Al cabo de ese largo tiempo, me levanto. Recojo la bolsa que tenía al entrar. La pongo encima del sofá al lado de mi madre. Mi madre frunce un seño inquisidor.

 

-        Son álbumes de fotos… Los he traído por si quieres ver la familia de mi abuelo… Bueno… de tu… bueno, si quieres las miras si no… ¿Te los dejo?

 

Mi madre mira confundida el bolso. ¿He metido la pata? No me ha salido la palabra “padre”. No pude. Simplemente. Suspira profundamente mirando la bolsa.

 

-        Si… déjamelos… Ya que estamos, acabemos de una vez con este pasado… No te preocupes, mi niño… Afrentarse a cosas y hechos puede ser necesario e igual de vital para seguir vivo…

 

Tiene una sonrisa algo amarga. La tomo entre mis brazos.

 

-        Montse me espera…

-        Si… Ha sido muy buena… Dale muchos besos de mi parte…

 

Mi madre se levanta. Nos abrazamos. Salgo de la casa. “Despacito se va lejos” Así tiene que ser y eso es lo que deseo para mí, Montse, mi madre y los futuros seres que cruzaran mi vida de aquí en adelante. Vuelvo por las calles de mi ciudad. He dejado el coche delante de la casa de mi madre. Necesito andar y dejar todas esas horas pasadas con ella, retomar un lugar en mi mente para instalarse lentamente en un sitio de mi memoria. Una casa familiar. No sé si tengo razón de querer construir algo donde todo empezó y todo acabo. Quiero tener familia, Montse también y sé que la quiero tener sin el peso depredador del pasado. ¿Lo lograré? Pronto estaremos unidos Montse y yo. Lo deseamos con toda sinceridad y sin tener muchas ilusiones. Pero lo deseamos con fervor y esperanza. Quiero lo mismo para este proyecto. Un futuro para mi, Montse, los demás a mí alrededor y eso empieza ahora, en el momento presente. Suena el móvil. Lo creía desconectado. Levanto la tapa. Es Montse.

 

-        Montse…

-        Si…

-        Ya voy para allá… Ya te contaré todo…

-        Te espero.

 

El presente. Si, eso es. Mi presente con una perspectiva de futuro. ¿Qué se puede pedir de más?

 

 

 

 

 

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